Domingo 9 de febrero de 2003
 

Planteos interesados

 
  Si Néstor Kirchner y Adolfo Rodríguez Saá fueran japoneses, franceses o suecos, su deseo declarado de "renacionalizar" - mejor dicho, "reestatizar"-, el petróleo y los ferrocarriles podría ocasionar cierta extrañeza por ir contra la corriente imperante en el mundo, pero pocos lo considerarán totalmente impráctico. Después de todo, en algunos países tales actividades forman parte del sector público y si bien en el caso de los trenes los costos suelen ser abultados, el servicio que se brinda es óptimo, razón por la que el entusiasmo por su eventual privatización no es muy grande, mientras que a primera vista una empresa petrolera estatal debería poder funcionar con cierta eficacia. Pero, por desgracia, la Argentina no cuenta con un Estado que sea remotamente comparable con los del Japón, Francia y Suecia, sino con uno que es tan inoperante que ni siquiera es capaz de desempeñar funciones tan básicas como la supuesta por el reparto de alimentos en una situación de emergencia. Como es notorio, aquí, el sector público ha sido desde hace tantos años la parte más jugosa del botín político que "estatizar" cualquier actividad equivaldría a entregarla a bandas de punteros corruptos y a sus amigos sindicales que en seguida la transformarían en una "caja" partidaria, no a equipos de funcionarios profesionales óptimamente preparados que estén habituados a anteponer el bien común a los intereses de "mafias" inescrupulosas vinculadas con los aparatos caudillescos que tantos perjuicios nos han ocasionado.
Las privatizaciones que fueron impulsadas primero por el gobierno de Raúl Alfonsín y después por aquel de Carlos Menem no fueron motivadas por sus preferencias ideológicas, sino por la conciencia de que sería intolerable permitir que un Estado nacional dominado por personajes nada confiables continuara obstaculizando todos los intentos de modernizar el país. En algunos ámbitos, sobre todo en el supuesto por las comunicaciones electrónicas, los beneficios producidos por la privatización del viejo monopolio estatal fueron casi inmediatos y, es de esperar, serán permanentes. En otros, entre ellos el de la red ferroviaria, los resultados han sido sumamente decepcionantes, pero aun así no hay por qué suponer que de haber quedado los ferrocarriles en manos del Estado y de los sindicatos politizados disfrutaríamos de un servicio equiparable con el francés o japonés. Por el contrario, a juzgar por la evolución reciente del sector privado, el servicio no sólo sería tan lamentable como el de las empresas privatizadas, sino también extraordinariamente caro.
¿Cuáles, pues, son los motivos por los que Kirchner, Rodríguez Saá y otros han decidido proponer la estatización de los ferrocarriles y, de forma parcial, de la industria petrolera? Uno consistiría en la voluntad de congraciarse con sectores políticos y sindicales determinados a los que les encantaría aprovechar las muchas oportunidades que les supondría la recreación de los viejos cotos de caza "públicos". Otro, es de presumir, tiene que ver con la esperanza de conseguir el apoyo de aquellos progresistas que, embelesados por los ejemplos de estatismo al parecer exitosos en países avanzados, hablan como si se hubieran convencido de que no debería existir ninguna diferencia entre una empresa pública japonesa o francesa y su equivalente local.
Antes de pensar en estatizar, convendría que quienes por principio están en favor de un sector público más amplio que el actual se dieran el trabajo de estudiar los problemas que plantearía la construcción de un auténtico Estado profesional que estuviera en condiciones de cumplir las tareas sumamente difíciles que le esperarían. Sin embargo, por paradójico que parezca, aquí los estatistas por vocación también suelen ser los más contrarios a todo esfuerzo genuino por mejorar la calidad de los responsables de hacer funcionar el sector que quisieran impulsar. De todas maneras, de contar la Argentina con un Estado que estuviera en condiciones de administrar con eficacia y honestidad los ferrocarriles y una empresa petrolera, la tentación de devolverlos al sector público no sería muy fuerte porque, al fin y al cabo, sería perfectamente capaz de obligar a todas las entidades privatizadas a obrar con la eficiencia debida.
     
     
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