Miércoles 5 de febrero de 2003
 

El gran fracaso

 
  La razón por la que el ministro de Economía, Roberto Lavagna, se enojó tanto a raíz de la difusión por el INDEC de cifras que mostraban que entre mayo y octubre del año pasado la proporción de pobres en el país aumentó del 53% al 57% fue sencilla. Mostraron que, no obstante algunos datos macroeconómicos considerados positivos que el gobierno ha subrayado con entusiasmo casi triunfalista hasta tal punto que algunos políticos dicen creer que sobre la base de ellos debería postularse como candidato a la vicepresidencia de la República, tomar su gestión por un éxito extraordinario sería absurdo. Si bien existen indicios que hacen pensar que luego de una caída tremenda la economía podría haber tocado fondo y que es factible que nos hayamos ahorrado una nueva catástrofe hiperinflacionaria, el 2001 fue un año nefasto para muchos millones de personas que por cierto no se limitan a los oficialmente declarados "pobres" o "indigentes": también incluyen a las que conforman una franja muy ancha cuyo estándar de vida se vio reducido a un nivel rayano en la miseria y que a partir de octubre bien podrían haberlo alcanzado. Mal que le pese a un gobierno que asumió el poder afirmándose resuelto a ayudar a "la gente", los resultados concretos de sus esfuerzos difícilmente pudieron haber sido peores. Puede que a juicio de algunos economistas una tasa de inflación minorista de más del cuarenta por ciento anual haya sido espléndida, pero para los demás ha sido una tragedia.
Según el gobierno, el desastre que acaba de confirmarse no se debió al default festivo, a una devaluación pésimamente instrumentada, a la "pesificación asimétrica" antojadiza, la ajuridicidad galopante o a la cruzada contra el sector bancario sino al "modelo liberal", cuando no a "Menem". Aunque no se equivoca por completo -nadie ignoraba que "salir de la convertibilidad" no sería del todo fácil-, la noción de que hubiera que hacerlo como fuera sin preocuparse por las consecuencias no basta como para exculpar a un gobierno que ha hecho de la torpeza, la irresponsabilidad y el cortoplacismo una constante. Tampoco sirve para justificar la resistencia del gobierno de Duhalde a emprender las reformas estructurales sin las cuales la economía nunca estará en condiciones de satisfacer las aspiraciones razonables de más de una parte mínima de los habitantes del país. El "modelo peronista bonaerense", por llamarlo de algún modo, que Duhalde parece querer instalar podría conformar a ciertos empresarios cortesanos, a los sindicalistas "leales" y a los operadores políticos del Gran Buenos Aires, pero lo haría a costa de la mayoría abrumadora de sus compatriotas.
Adecuadamente reestructurada y bien manejada, la economía argentina debería estar en condiciones de funcionar tan bien como la portuguesa o incluso la española aunque, claro está, tendría que transcurrir mucho tiempo antes de que lograra recuperar el terreno que se ha perdido a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial. Para que emprendiera la tarea gigantesca así supuesta, empero, será necesario que se consolide un consenso en torno de algunas reformas determinadas, de las que las más importantes serán las relacionadas con el Estado y la educación. Sin embargo, ni Duhalde ni la mayoría de los candidatos a presidente han manifestado interés alguno por reconstruir el Estado para que el país cuente con instituciones públicas que sean algo más que reparticiones clientelistas corruptas de eficacia lamentable, mientras que casi todos parecen suponer que antes de prestar atención al pavoroso déficit educativo deberíamos solucionar una serie de problemas presuntamente más urgentes.
Desde mediados de la década de los noventa, el país está al garete. Con escasas excepciones, los políticos, obsesionados por sus respectivas internas, por sus propias ambiciones y por sus prejuicios, ni siquiera han intentado pensar en lo que sería necesario hacer para que la Argentina -mejor dicho, los argentinos- pueda prosperar en el mundo actual. Por lo tanto, aún no ha surgido ningún movimiento capaz de superar al populismo patéticamente desactualizado cuyos adherentes confían en poder continuar gobernando al país que han arruinado por muchos años más.
     
     
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