Sábado 15 de febrero de 2003
 

El asesino

 
  Ella lo miró. No le era familiar, no vivía por allí. Era extraño.
En verdad, no debería haberse alejado de los demás. Es cierto que no estaban demasiado lejos, de hecho, podía escuchar el lío que hacían a esta hora, como siempre, y de vez en cuando, el viento les traía su olor. También el olor de él. Un olor desconocido...
El la había visto. La luna teñía todo el bosque de una tonalidad encantadora, y resaltaba su hermoso pelo, pero no le gustaba su mirada ni su actitud. No se veía incómodo o perdido, como les pasaba en general a los extraños al bosque. Los separaba una buena distancia, de todos modos, y ella era lo suficientemente ágil para salir corriendo y encontrarse con los demás.
Tenemos los ojos del mismo color, notó, pero esos ojos eran fríos, vigilantes. Crueles. Ella conocía esa mirada, en realidad, era parte de la supervivencia cotidiana, y todos sabían en el clan que la supervivencia era un dato permanente...
Entonces, ¿por que todos sus sentidos estaban en alerta máxima?
Quizás debería irse.
O no. Este es mi territorio, nuestro territorio, reafirmó. El clan estaba cerca, sabían que ella estaba cerca. No se había alejado mucho. Y no es que buscara comida, se sentía satisfecha: sólo que éste era un buen lugar para conectarse con la luna; la luna era tan especial...
El se movió. Sin salirse de su lugar, algo nuevo apareció con él, una parte que hasta ese momento estaba oculta, una parte que, ahora se daba cuenta, estaba toda a lo largo de su cuerpo.
Seguía conectada con sus ojos, y esos ojos se habían entrecerrado, como si él quisiera enfocarse mejor, aunque no podía interpretarse como signo de ataque, de hostilidad, porque no emitía ningún sonido, sólo ese movimiento que había hecho aparecer esa otra parte de su cuerpo, un cuerpo por lo demás delgado, un cuerpo con el que ella podía contender, porque no era más fuerte; eso era evidente. Era mucho más alto que ella, pero no más fuerte ni más ágil, y seguía existiendo la ventaja fundamental, la distancia. La distancia era la misma.
Ahora miraba otro ojo, otro ojo distinto, no claro como los otros, un ojo oscuro y muerto...
Era hora de irse. Despacio, suavemente, como sabía hacerlo, retrocedió sin dejar de mirarlo, sin hacer ruido, casi tranquila ya porque cada movimiento la alejaba del extraño y la acercaba a los suyos. Ya los podía oír, llamándola.
Entonces, el dolor la embistió con intensidad abrumadora. La inundó, la paralizó. Sintió su sangre, cálida, resbalar desde el cuello y caer hacia su vientre, y sintió al pequeño sufrir con ella...
Sus sentidos, naturalmente tan agudos, comenzaron a percibir sus pasos, él se acercaba, y ella no podía hacer nada. Sus pasos eran cada vez más claros, pero casi no podía ver más allá de las hierbas. Todo su bosque se hacía más lejano, las voces de su clan también, la luna se había oscurecido, todo se había oscurecido.
Hizo un débil intento por proteger al feto, que pateaba con una energía que ella no tenía, el agudo dolor de ella le llegaba junto con la certeza de la muerte, y junto con el olor de él, un olor desconocido, irritante, fueron desapareciendo los amados olores de sus plantas, y de su gente, y el brillo nacarado que la luna le daba al bosque...
Todo se hizo negro.
El se movió rápidamente. Cruzó el rifle en el hombro, sacó el afilado cuchillo y la abrió de arriba abajo. Era experto y le sacó la piel como un guante. A la clara luz de la luna, el embarazo era evidente. Una débil -muy débil- punzada de algo parecido al remordimiento puso una pausa entre dos latidos de su corazón, pero pasó rápido. No era más que una loba...
Con ésta completo el lote, sonrió satisfecho. Cada vez era mejor negocio, porque quedaban pocos lobos y se valoraba más la preciada piel.
Se subió al vehículo, arrancó. Lanzó una última mirada al cuerpo brillante, mojado de músculos, sangre y luna.
Eras vos o yo, dijo.

Beba Salto
bebasalto@hotmail.com

   
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