Viernes 31 de enero de 2003
 

Solos contra el mundo

 

Por James Neilson

  Hay dos clases de nacionalistas. Una, la activa, es la conformada por quienes quieren que su país sea el más poderoso y respetado de todos. Además de rendirles homenaje a los símbolos patrios, están dispuestos a sacrificarse a sí mismos y obligar a los demás a sacrificarse en aras del objetivo supremo de asegurar que su país llegue a figurar en un lugar de privilegio entre los más importantes. Aunque los horrores que provocaron los nacionalistas de este tipo fueron incalculables, en ocasiones lograron transformar a pueblos al parecer destinados a desempeñar un papel marginal en el escenario mundial en protagonistas prósperos y creativos. Los mejores ejemplos tanto de lo malo como de lo bueno que puede aportar el nacionalismo autoexigente han sido los brindados por los japoneses. En efecto, los países latinoamericanos podrían aprender mucho, muchísimo, de la Restauración Meiji de 1868, una revolución que, a diferencia de la malhadada versión soviética que tanto fascinó a generaciones de intelectuales, mostró lo que ha de hacer un país si realmente se propone abrirse camino en el mundo.
Otra clase de nacionalismo es esencialmente pasiva. Sus cultores creen que lo suyo es de por sí lo mejor -al fin y al cabo, es suyo-, de suerte que sería absurdo suponerse en competencia con otros. A éstos les encantan los elogios: atesoran los comentarios halagüeños formulados por extranjeros eminentes. Si piden sacrificios a sus compatriotas, no es con el propósito de fortalecer al conjunto sino porque temen ser privados de los privilegios que se las arreglaron para acumular. Con todo, andando el tiempo hablan más de la malevolencia ajena que de las buenas cualidades propias. Una palabra favorita de estos nacionalistas pasivos es "aguantar": la gente tiene que "aguantar" porque de lo contrario sus dirigentes se verían constreñidos a cambiar. Mientras que los nacionalistas activos suelen reaccionar con vigor notable ante los desafíos que les tiran las circunstancias, los pasivos prefieren pasarlos por alto diciéndose que intentar enfrentarlos ya sería una derrota humillante. Huelga decir que a los países afligidos por esta variante defensiva del nacionalismo sólo les espera la decadencia. Por injusto que parezca, prosperar hoy en día requiere esfuerzos continuos y una capacidad excepcional para adaptarse a condiciones nuevas.
En el pasado, la Argentina contaba con muchos nacionalistas del primer tipo: si bien algunos fueron delirantes comprometidos con hipótesis extravagantes y otros fueron auténticos monstruos, por lo menos entendían que para lograr algo valioso sería necesario hacer un esfuerzo colectivo tremendo. Sin embargo, desgraciadamente para ellos, y para el país, la prosperidad fácil que aseguraron muchos recursos naturales y una población relativamente pequeña, sirvió para persuadir a la mayoría de que en verdad no era necesario hacer mucho más que disfrutar lo que ya existía. Aunque las últimas vacas gordas se fueron a otras comarcas hace medio siglo, la mentalidad que se difundió mientras algunas aún estaban pastando en la pampa húmeda sigue imperando en la "clase política" que, consciente de su propio valor, supo independizarse del resto del país.
En la actualidad, llevan la voz cantante los nacionalistas del segundo tipo, el de los pasivos, para no decir autocompasivos, como corresponde en los tiempos nada propicios que corren. Su líder máximo es el presidente Eduardo Duhalde. Este parece haberse convencido de que la Argentina ha sido víctima de una inmensa y casi inexplicable catástrofe natural que fue agravada por la intervención de extranjeros egoístas o, a lo mejor, ignorantes, pero que a pesar de todo el país está aguantando, cerrando filas en defensa de lo suyo, o sea, de sus tradiciones políticas, económicas y sociales. Palabra más, palabra menos, es lo que dijo Duhalde en Davos para perplejidad de sus oyentes, que claramente no entendían muy bien por qué se resistía tanto a emprender las reformas drásticas que serían precisas para que los argentinos pudieran vivir un poco mejor. Tampoco les parecía muy convincente la noción de que los economistas del FMI sean ya imbéciles incapaces de entender la realidad argentina, ya agentes al servicio de una secta siniestra de "liberales".
De regreso a casa, Duhalde no ha tenido que preocuparse por la actitud del público. Aunque los más lo consideran una mediocridad cabal, pocos se sienten enojados por su negativa a impulsar cambios significantes. Antes bien, la suba, modesta pero visible, de sus acciones se debió a que no se propuso reformar nada, lo que en opinión de personajes como Luis Barrionuevo sería un motivo excelente para que fuera presidente vitalicio. Aquí, cambio quiere decir "ajuste" y, como sabemos, no existe vocablo más feo en el léxico político nacional.
Toda vez que alguien sugiere que acaso convendría modificar un par de cosas, enseguida se hace oír un coro furioso de protestas contra el "ajuste" que algunos tendrían que sufrir. Los contrarios al clientelismo quieren abolirlo sin perjudicar a los clientes, los igualitarios por principio se indignan cuando se aumentan los impuestos, los horrorizados por la costumbre de los bancos provinciales de repartir grandes sumas de dinero entre los empresarios amigos del gobernador de turno se oponen con firmeza a la participación de capitales privados que, es de suponer, serían manejados por personas menos propensas a "subordinar lo económico a lo político", los que juran adorar el Estado tomarán la calle a fin de frustrar cualquier amago de mejorar su desempeño profesionalizándolo. Por ser tan febrilmente oposicionista la cultura política, el cambio es virtualmente imposible: para los perdedores -y bien que mal siempre habrá algunos-, es fácil movilizar en su favor a una parte sustancial de la población para que bloquee toda iniciativa que sea concebible.
Puede entenderse, pues, el escepticismo extremo del cual ha hecho gala el financista y filósofo amateur George Soros según el cual no puede haber una "solución" para la crisis argentina porque, antes que nada, tendría que dotarse de un gobierno verdadero. Si por sus propios motivos quienes ocupan los puestos de mando están más interesados en atribuir los muchos problemas del país a otros que en procurar resolverlos, sus habitantes tendrán que elegir entre reemplazarlos por personas menos pasivas y "aguantar". Puesto que sería terriblemente difícil y peligroso barrer con una clase política que mayormente comparte la actitud de Duhalde, dando a entender que aceptar la necesidad de llevar a cabo una serie de cambios drásticos equivaldría a una derrota humillante, a arrodillarse frente al FMI, a Estados Unidos y al "neoliberalismo", el grueso de los habitantes del país ha optado por resignarse a su suerte, manifestando su agradecimiento por no haber experimentado calamidades todavía peores que las ya sucedidas. Pocos, muy pocos, estarían listos para "luchar" en favor de algo, mientras que se cuentan por centenares de miles los resueltos a combatir el mundo exterior como si creyeran que gritar consignas contra los "técnicos del Fondo" o George W. Bush y compañía contribuiría a hacer menos lúgubres las perspectivas nacionales.
¿Tiene razón Soros, hombre que a fin de cuentas se limitaba a decir lo que piensan todos aquellos que achacan el desastre argentino a la negativa de sus dirigentes a hacer lo que hicieron hace mucho sus homólogos de los países más prósperos? A juzgar por la evidencia que nos rodea, la teoría duhaldiana conforme a la cual son los norteamericanos, los europeos y los japoneses los que se han equivocado, no los populistas criollos, no tiene ni pies ni cabeza. Sin embargo, buena parte del país se inclina emotivamente a solidarizarse con Duhalde, repudiando a los pocos que opinan de forma diferente. Así, pues, si la opción frente al país consiste en seguir por el camino populista, "aguantando" hasta más no poder el orden socioeconómico que lo ha llevado a su postración actual, o levantarse para tomar el camino sin duda alguna empinado por el cual ya han transitado Italia y España y que es el único que conduce hacia un destino tolerable, parecería que el país ya ha elegido la primera alternativa. De resultar definitiva la decisión de dejar las cosas más o menos como están, los políticos y sus compinches tendrán muchos motivos para festejar. ¿Y los demás? Bien, que se aguanten, porque a menos que ocurra una serie de milagros su futuro será con toda seguridad aún peor que el presente.
     
     
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