Miércoles 29 de enero de 2003
 

Unión

 

Por Eva Giberti

  El 12 de diciembre se sancionó, en la Legislatura de la Ciudad de Bs. As., la norma que legaliza la unión civil conformada por dos personas con independencia de su sexo u orientación sexual, quienes para el ejercicio de derechos, obligaciones y beneficios "tendrán un tratamiento similar al de los cónyuges". Ahora el Poder Ejecutivo, a su vez, tiene 120 días corridos para dictar la reglamentación de la ley.
La trascendencia de esta norma remite a la revisión de determinados contenidos y procedimientos de las leyes y de las prácticas del derecho que corresponde diferenciar de los textos jurídicos; en realidad están representados por los sujetos que los construyen. Ellos carecen de palabras -en sí- tal como Pierre Legendre lo postuló en varias de sus obras.
Las oposiciones a esta índole de uniones, las que la actual norma autoriza, provenían y provienen de las argumentaciones que, en nombre de la moral, sostenían diversas institucio- nes, defendiendo, a su vez a otras instituciones. Las instituciones confesionales hablando en nombre de la institución familia, por ejemplo. Como si existiese un único modelo de familia.
Las institucio-nes son indisociables de una carga lingüística que funciona como si ellas hablaran. Así lle-gan a formular verdades o sentencias de muerte, pero las mismas son ficciones fundadas en las invenciones producidas en los textos y discursos jurídicos que se consideran, sin discusión, normalizantes de las costumbres y de la moral. No obstante son ficciones que constituyen una figura de la verdad. Como las instituciones son verdaderas e instaladas como tales desde la niñez, merced a la educación y a determinadas prácticas sociales, movilizan a los sujetos desde su imaginario o bien desde sus procesos no conscientes.
De allí que los argumentos contra determinadas pautas de convivencia entre quienes son gays y lesbianas han sido, históricamente, motivo de repudio, rechazo y de sanción jurídica y judicial, reproduciendo los pensamientos, creencias y prejuicios de quienes imaginaron e imaginan contar con la verdad acerca del bien y del mal. Por lo general a partir de un rechazo absoluto respecto de conocimientos psicológicos, antropológicos e históricos.
Los textos jurídicos que recogieron dichos prejuicios y creencias aparecen preocupados por la legitimidad de aquellas normas que involucran la vida sexual y la sexualidad de quienes pretenden asumir una vida no convencional, a las que se supone víctimas (o promotoras) de un error. O de un pecado. O de una degeneración.
Desde esta perspectiva, tanto los textos como los discursos jurídicos intentan defender a estas personas de sus propias pulsiones, al mismo tiempo que desactivar sus reclamos como sujetos trascendentes con capacidad de decisión y con derechos humanos.
Es decir, y aunque constituya una obviedad, cabe reconocer que las leyes no siempre y no necesariamente quieren lo mejor para las personas.
Hasta ahora los legisladores eran los amos que regulaban lo que se debía y lo que no se debía en materia de intimidad de la vida sexual, amos que pretendieron colocarse en el punto cero de la sexualidad, con la ilusión de poder regularla "buscando el beneficio social", ya que se consideró que determinadas formas de la sexualidad podrían amenazar la seguridad interna del cuerpo social.
Hasta el momento la legislación pretendió ser prescindente acerca del tema, pero sólo consiguió incorporar lo no-dicho, dado que se daba por sentado que solamente determinado sector de población -los elegidos- podrían ingresar en las salas de terapia intensiva para acompañar a sus parejas, o ser reconocidos por los profesionales para recibir indicaciones, también acerca de sus compañeros o compañeras convivientes; éste es sólo uno de los múltiples ejemplos que advierte acerca de las discriminaciones que pedecían-padecen quienes han elegido otra estructuración conviven- cial diferente de la que convencionalmente se sanciona como "la normal". La situación de gays y lesbianas en el ámbito de las uniones civiles era una zona clausurada en los discursos jurídicos (no así en las ordenanzas policiales destinadas a la represión), como si de ese modo fuese posible eludirlas o impedir su existencia.
Los argumentos sólidos que podrían abrir espacios para la comprensión y análisis de estas formas de vida ocuparían un espacio extensísimo. Me limité a cuestionar la construcción de determinados textos jurídicos y advertir acerca de la eficacia de los discursos jurídicos que, en situaciones de esta índole, con frecuencia reclaman una revisión ideológica de sus orígenes y de sus soportes. Los textos y los discursos los compaginan sujetos impregnados por ideologías, a menudo discriminatorias. Es a ellos y a sus producciones a quienes corresponde cuestionar y no transigir con la idea de que ellos representan la ley; porque suelen representarse a sí mismos. En la Ciudad de Buenos Aires comprobamos que es posible avanzar contra esta clase de discriminaciones, haciendo frente a los ataques de quienes advierten que están siendo superados por tendencias históricas y no lo toleran.
     
     
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