Miércoles 29 de enero de 2003
 

El hombre lobo

 

Por Carlos Fuentes

  Homo homini lupus: el hombre es el lobo del hombre. El famosísimo dicho de Thomas Hobbes en su Leviatán (1651) es como un pesimista cierre al optimismo del Renacimiento y su fe en que el ser humano es capaz de todas las virtudes creativas.
En este principio de año -un enero nublado que presagia un febrero tormentoso- el pesimismo de Hobbes viene a cuento, pero no sólo por los previsibles desastres de una guerra fatal aunque innecesaria, sino por la catástrofe a corto y largo plazo de otra guerra: la del hombre contra la naturaleza, el ecocidio. El reciente drama de Montes Azules en el sur de México, donde un grupo de indígenas errantes, despojados de tierra y trabajo por los persistentes males mexicanos de la desposesión, la avaricia, la corrupción y el cacicazgo, apeló a la protección de la reserva de Montes Azules, un paraje que no podía ofrecerles el bienestar y el desarrollo, sino una esperanza pasajera a cambio del siguiente exilio, da prueba de ello. Son los pobres quienes pagan, en otras palabras, el precio de la degradación ambiental.
La agenda del desastre ecológico es, por fortuna, cada vez mejor conocida. Es, nos dice Koffi Annan, un fenómeno general de retracción: peces, selvas tropicales, bosques, producción agrícola. Todo se retrae en tanto que la población mundial aumentará de los seis mil millones actuales a ocho mil millones dentro de veinticinco años. En ese cuarto de siglo, cuatro mil millones de seres humanos ya no tendrán acceso, o lo tendrán difícilmente, al agua. El efecto invernadero habrá hecho estragos: lluvia ácida, concentración creciente de gas carbónico en la atmósfera.
La desforestación tropical, sólo en América Latina, avanza al ritmo de un 0,64% anual y es irreversible. Va aparejada a la extinción de especies -aves y mamíferos- conocidas y desconocidas. Sólo en la Amazonia, área del tamaño de Europa, existe un millón de especies animales y plantas, constituyendo la más grande reserva genética del mundo. Las funciones forestales se autorregulan y regeneran, producen un amplio número de compuestos químicos (resinas, alcaloides, aceites), almacenan, absorben y liberan agua, energía solar y energía termal. Mejoran las condiciones de vida urbana, así como también los estados atmosféricos de las zonas residenciales y la temperatura en las mismas. La desforestación no sólo degrada, en otras palabras, la naturaleza, los bosques y las tierras, sino las ciudades.
Su explotación no aumenta la producción agrícola. Es sólo síntoma, como en el caso de Montes Azules, de ineficiencia agrícola -producto, no del Tratado de Libre Comercio, sino de años, décadas y a veces siglos de errores e injusticias aparejados en las políticas agrarias de México. Disparidad, dislocación, desposesión. En Haití, sólo queda un 2% de los bosques del país. La desforestación corre paralela a la desertificación, la destrucción de los bosques más el mal uso de los recursos hidráulicos. Cada año, veintiún millones de hectáreas son asoladas por la desertificación y 230 millones de hombres y mujeres pierden por ello sus medios de vida. La amenaza de desertificación progresa, metro por metro, contra veintisiete millones de hectáreas de tierras irrigadas, doscientos millones de hectáreas de tierras cosechables lluviosas y tres mil millones de hectáreas de praderas.
La desertificación empuja a la emigración. El abandono de las tierras destruye las relaciones familiares. El ecocidio barre con las lenguas, las culturas, los oficios tradicionales, las más antiguas sabidurías. Las víctimas son siempre los agachados, despojados de su pasado, arrojados al incierto vacío del futuro, seguros sólo de que vivirán en los sótanos del mundo. Pero no son víctimas de la naturaleza. Somos nosotros, los seres humanos, causa y víctima del ecocidio. Y el ecocidio es sólo parte de una injusticia global creciente, debido a la cual ochenta países del mundo tienen hoy ingresos per cápita menores que hace diez años. El abuso ecológico es parte integral de la pobreza. Sadruddin Aga Khan nos informa que, después del narcotráfico, el comercio ilícito de animales vivos y de productos derivados de sus cadáveres es el segundo rubro de ingresos del crimen organizado. Los rinocerontes y los tigres, a causa de ello, están al borde de la extinción.
¿Hay soluciones? La comunidad internacional, a partir de Estocolmo 1972, Río 1992 y Johannesburgo el año pasado, se acerca con timidez a veces, con obstáculos otras, al tema. Las voces de alarma están allí. El ecocidio, dice Bill Clinton, desestabiliza tanto como la guerra o el terrorismo. Robert Rubin, secretario del Tesoro en la administración Clinton, considera el tema del medio ambiente parte de una agenda que privilegia el libre comercio y el libre mercado, pero sólo a condición de que ni uno ni otro se disasocien del combate a la pobreza, la educación pública, las redes de protección social y la defensa del medio ambiente. Ya pasó el tiempo, escribe Federico Mayor, en que se pensó que con el crecimiento cuantitativo bastaba. Tampoco basta, añade Sadruddin Aga Khan, hablar de "desarrollo duradero", convertido en "piadosa cantinela" cuando el número de personas que sobreviven en la pobreza extrema no hace sino durar y aumentar.
El desarrollo sustentable, matiza Clinton, significa bienestar sin destrucción. Significa protección de la tierra, el agua, el aire, la biodiversidad. Federico Mayor propone el equilibrio racional: proteger el medio ambiente aumentando la producción. Pero Hobbes ya advirtió, con agudeza terrible, que el privilegio humano de la razón siempre "llega aliado con ... el privilegio del absurdo". La razón y el absurdo: sólo el ser humano, dice el autor de Leviatán, es sujeto de ambos.
¿Podemos superar esta condición mortal: ser racionales y absurdos a la vez? En la arena internacional, el absurdo parece imponerse día a día a la racionalidad. En el ámbito de una naturaleza que nosotros mismos podemos destruir o proteger, tres cosas quedan claras:
Primero, que cada ecosistema se desarrolla de acuerdo con su propio ritmo y que a los seres humanos nos corresponde reconocerlo y respetarlo en beneficio propio y a largo plazo.
Segundo, que ha llegado el momento de armonizar las acciones paliativas con las acciones preventivas.
Y tercero, que si no se ataca hoy el problema, mañana serán necesarios más recursos para atender a un creciente número de personas afectadas.
A las comunidades asentadas en reservas ecológicas porque ya no tienen otro espacio para sobrevivir, hay que ofrecerles, escribe Adolfo Aguilar Zinser, "una alternativa real". Hacerlo "debería ser una prioridad presupuestaria del gobierno, una prioridad generacional, una prioridad moral, una prioridad de seguridad nacional" (Reforma, 22 de enero, 2003).
O sea: hay que ser como los beduinos. Conocer el desierto es saber usarlo sin destruirlo.
     
     
Tapa || Economía | Políticas | Regionales | Sociedad | Deportes | Cultura || Todos los títulos | Breves ||
Ediciones anteriores | Editorial | Artículos | Cartas de lectores || El tiempo | Clasificados | Turismo | Mapa del sitio
Escríbanos || Patagonia Jurásica | Cocina | Guía del ocio | Informática | El Económico | Educación