Sábado 25 de enero de 2003
 

El mar

 

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

  Llegado el verano, los argentinos adoran el mar o, mejor dicho, acuden alborotados a las playas de mar, que no es lo mismo. La playa-balneario tiene el discreto encanto de la vida social, el perfume de los protectores solares, la conversación liviana de los caminantes sobre la arena húmeda por las espumas restantes de la última ola. En lo subjetivo, la playa despierta el complejo de la vulgar imperfección de las líneas corporales o el orgullo exhibicionista de los cuerpos casi perfectos; el arrepentimiento por la dieta no cumplida; el ansia común del tostado de la piel y la reconfortante frescura que la brisa marítima nos concede en los hervores estivales.
Como lo sabemos -o lo intuimos- el mar guarda una formidable e intensa simbología universal. El agua en continuo movimiento es signo de transitoriedad: registra, pues, una condición ambivalente, deducida de esa inquietante posibilidad de realizarse, en contradicción con una posibilidad ya realizada. He ahí la "marea" de incertidumbres, dudas e indecisiones que provoca.
No me atrevería a afirmar que esas consecuencias espirituales se producen en los turistas veraniegos de nuestras playas rionegrinas, que ostentan desniveles de marea inusitados y exigen el conocimiento exacto de las tablas que las calculan previsoramente. Pero, en todo caso, es bastante frecuente que la indecisión de retirar la lona o toalla de playa (y potes de crema protectora, mates, termos y otras yerbas, con que el grupo familiar acompaña su estada en la costa) en el momento preciso en que se acelera la subida de la marea, suele tener efectos molestos y hasta perniciosos.
Al fin, como nos asegura el canon simbólico, todo nace y muere en el mar, que es, en las mitologías, imagen de vida y de muerte. Dicen que volver al mar es retornar a la madre y, de alguna manera, también morir. "Dios le donó al mar el peligro y el abismo, pero es en el mar donde espejó al cielo", enseña el poeta Fernando Pessoa, que como buen portugués algo sabía de esas cosas. Esa paradoja, esa bipolaridad entre amenaza y seducción, miedo y atracción es una visión recurrente del drama marítimo y de su literatura. Nos referimos amorosamente al mar, mediante el femenino "la mar", pero aquellos que consideran que el mar es un adversario o un enemigo usan el masculino "el mar". Hay, al respecto, una relación femenina amorosa y nostálgica con la mar azul y sosegada, que suele expresarse en las sirenas tentadoras; como la hay procelosa y atormentada en el masculino mar de los naufragios y los suicidios.
"No existe ninguna cosa insensible que haya sido más sometida a la personificación como el mar: es bueno, malvado, pérfido, caprichoso, triste, loco o furioso o inclemente. Se le otorgan las contradicciones, los sueños y los sobresaltos de un ser viviente. Es casi imposible a cualquier espíritu no adjudicarle alma a este gran cuerpo líquido, sobre el cual las acciones concurrentes de la tierra, la luna, el sol y el aire componen sus efectos", decía otro poeta, Paul Valery. No sé si esas representaciones que vienen de las mitologías griegas, celtas y vikingas tienen tanta incidencia en el alma de los argentinos. En realidad la vida común del argentino poco tiene que ver con el mar. Admitámoslo: no tenemos una gran cultura marítima. El clásico argentino es hombre de tierra adentro. Nuestro arquetipo es el gaucho, un jinete, no un navegante. En el Fausto criollo, joya impar de la criolla literatura, Estanislao del Campo, en el diálogo entre dos paisanos, escribió estos versos deliciosos:
"- ¿Sabe que es linda la mar?-
- La viera de mañanita,
cuando apenas la puntita
del sol comienza a asomar -"
Pero "la mar" elogiada es el río de la Plata, adonde nuestros jinetes han llevado a beber a sus caballos.
Carecemos de una gran literatura del mar que, como ostentan otros pueblos, han generado esos novelistas obsesionados por los mares tormentosos, los sacrificados pescadores, los piratas, aventureros y exploradores, como Víctor Hugo, Robert L. Stevenson, Emilio Salgari, Julio Verne, Herman Melville o Jorge Amado.
En poesía hay excepciones argentinas: por supuesto ahí podemos mostrar a Alfonsina Storni, aunque en realidad era nativa de Italia, y al fin se suicidó en el gélido oleaje marplatense. También están las poco frecuentadas estrofas de Jorge Luis Borges:
"¿Quién es el mar?
¿Quién es aquel violento y antiguo ser
que roe los pilares de la tierra,
y es uno y muchos mares
y abismo y resplandor y azar y viento?
Quien lo mira, lo ve por primera vez siempre".
Pero, según Beatriz Sarlo, Borges es el menos argentino y el más universal de los escritores argentinos. (Modestamente, según el autor de esta nota, es el más británico de los escritores en lengua española).
Permítanme ahora los veraneantes habitués de las playas de mar que por alguna razón inimputable leen esta nota, que formule una amigable advertencia: ese modo mundano, de sociable y cortés urbanidad de ir a la playa, desvaloriza moralmente al mar.
Ir al mar por primera vez es como descubrir el amor, es un rito que no deja al hombre impune, es algo que con el tiempo se va a ahondar, y será inaugural en cada ocasión en que vemos el mar y éste nos fascine nuevamente. Es como la lección del buen maestro, que será continua y diferente, porque ninguna ola es la misma ola y porque ninguna puesta de sol en el horizonte marino es el mismo ocaso.
     
     
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