Sábado 25 de enero de 2003 | ||
Estamos salvados,
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Por Luis Sapag |
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La era de los hidrocarburos con todos sus sufrimientos está llegando a su fin. Otra forma de energía, "más democrática", tomará su lugar, según predice el famoso tecnólogo Jeremy Rifkin en su reciente libro "La economía del hidrógeno". Parece que una gran revolución económica acompañará al triunfo de los generadores de ese gas elemental sobre los costosos y sucios motores de combustión fósil, que además son creadores de desigualdad social. Según Rifkin, "El capitalismo globalizado de nuestros días es una criatura de este régimen energético centralizado. Hay una gran contradicción entre el régimen energético y la infraestructura económica que es centralizada desde el punto de vista comercial y político, y el creciente deseo de sociedades más democráticas. El capitalismo es muy eficiente para producir, pero malo para distribuir". El autor argumenta con entusiasmo que "estamos transitando las últimas décadas de un sistema económico basado en los hidrocarburos que estuvo en la base del éxito de la sociedad industrial de los últimos 200 años y que pasó del carbón al gas natural. Y si miramos al mundo, podemos ver que hay un gran número de crisis que están vinculadas con esta etapa final: el calentamiento global, las tensiones bélicas en Medio Oriente, el desempleo". Las nuevas pilas de hidrógeno, prácticamente inagotables, así como los motores híbridos de combustión interna y electricidad producida por ese combustible prácticamente gratis llevarían indefectiblemente hacia el fin de la globalización, pues "lo que tenemos hoy es un sistema ordenado desde arriba hacia abajo debido a la naturaleza del régimen energético: el mecanismo de control es centralizado con instituciones que la comandan desde el punto de vista político, económico y militar. La economía del hidrógeno permitirá una reglobalización desde abajo hacia arriba. Se podrá producir localmente y vender globalmente". Mágicamente desaparecería la inferioridad tecnológica de los países periféricos como la Argentina, que no pueden tomar el control de la economía de los hidrocarburos y que sí podrían manejar libremente la tecnología y la economía de las baratas y sencillas pilas de hidrógeno. ¿Es válido tamaño optimismo? Veamos. En forma recurrente la historia registra anuncios de pronta salvación. Antiguamente se trataba de profetas y apóstoles religiosos que anticipaban el fin de los sufrimientos en esta u otra vida. Desde la Revolución Industrial, para acá de manera sostenidamente rítmica, los voceros de la redención han sido reemplazados por propagandistas de las nuevas tecnologías. Tempranamente Alexandre Vandermonde en 1794, en oportunidad de la inauguración de la línea telegráfica París – Lille anticipó alborozado desde su cátedra de economía política que las comunicaciones a larga distancia permitirían el ejercicio de una igualitaria democracia sin fronteras, en la que todos estarían enterados de todo lo que sucediera al instante y por lo tanto podrían participar y decidir. No hace falta aclarar que los códigos encriptados, los secretos de Estado, las mafias legales e ilegales y los poderes económicos y políticos sepultaron pronto semejante ingenuidad. Desde entonces, cada oleada de innovaciones rejuvenecerá el discurso anticipador de la concordia universal, la democracia descentralizada y la igualdad social. Curiosamente los sucesivos fracasos no acobardaron a los profetas que vendrían luego. La esperanza es el más viejo de los sentimientos y con el Iluminismo tomó la forma de la ilusión de la salvación por la tecnología. Por ejemplo, Comte de Saint-Simon hacia 1820 pontificaba sobre las bondades de la organización industrial mediante madejas sociales bien ordenadas en un conjunto beneficioso para toda la sociedad. Había que hacerles caso a los dueños de las industrias para que en poco tiempo, con una sociedad obediente, todo funcionara de maravillas. La utopía de las redes sociales de gran alcance como gestoras del bienestar comunitario, como se ve, es bastante más vieja que la Internet. A principios del siglo pasado el adalid del anarquismo ruso, Priot Kropotkin, militaba en la causa de la electricidad y los motores eléctricos. Decía que la economía del vapor y el carbón habían creado el monstruoso capitalismo porque obligaban a la concentración y el gigantismo. La dispersión que permite la energía eléctrica, fácil de transmitir a distancias largas, permitiría la liberación de las comunidades y sus individuos, sacándose de encima el yugo de los monopolios. La consigna leninista de "soviets más electricidad" estuvo evidentemente fundada en esta visión. Pues bien, pronto hubo motores eléctricos por todos lados, pero el capitalismo fue creciendo a la par de su difusión. Por supuesto que no tenemos que ir tan atrás en el tiempo para encontrar ejemplos tan restallantes. Hasta hace poquitos meses los publicistas de la telemática e Internet nos prometían un futuro desbordante, sólo habría que dejar que crezca la e – economy (electronic economy) para que la riqueza se derramara desde los países centrales hacia los periféricos. Se sabe lo que pasó: la desigualdad se acentuó, los países menos desarrollados como el nuestro están en quiebra, hay amenazas de guerra por doquier, el medio ambiente está colapsando y las e – empresas sufren una grave crisis de corrupción y descenso global de ganancias. Lo del hidrógeno es interesante y seguramente traerá beneficios. Pero suponer que una innovación cambiará el mundo es candoroso. Lo que define el destino de los pueblos es la forma de organizar la producción y las relaciones de propiedad. Los que sean capaces de desarrollar las industrias basadas en la energía barata del hidrógeno y lancen los productos a los mercados serán los ganadores. No los compradores y los usuarios. Tal como ocurrió con el ferrocarril, los cables interoceánicos, los motores eléctricos, el automóvil y la Internet. |
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