Viernes 24 de enero de 2003
 

La derrota deseada

 

Por James Neilson

  Ya antes del desmoronamiento del llamado "modelo menemista" debido a la voluntad patente de casi todos los dirigentes sectoriales de destruirlo, los disconformes con el estado del país hablaban con sorna de lo absurdo que era suponer que la Argentina podría considerarse un integrante en potencia del Primer Mundo, pretensión que a su juicio era una ilusión fantástica atribuible a una tasa de cambio ficticia que hacía que vivir en Buenos Aires costara más que en muchas capitales europeas y permitía a miembros de la clase media viajar por el planeta como si se creyeran europeos. Con razón, señalaban que en comparación con Estados Unidos y Europa occidental, la Argentina era pobre y pésimamente administrada, que una proporción significante de sus habitantes apenas lograba alimentarse, que los índices educativos eran penosos y que muchas empresas no eran nada competitivas. Sin embargo, no parecían creer que en vista del atraso todos deberían hacer un esfuerzo tremendo por reducir la brecha que los separaba de los ciudadanos de los países prósperos, democráticos y relativamente equitativos. Antes bien, los críticos más feroces de las lacras locales daban a entender que intentarlo sería una forma de traicionar el ser nacional, que en vez de procurar emular a los ya "avanzados", a los argentinos les correspondía conformarse orgullosamente con un destino de segunda, lo que, insinuaban, sería una buena manera de subrayar su propia superioridad moral o, cuando menos, de desempeñar el papel romántico de rebelde contra un imperio siniestro que ofendía a Marx y a Dios.
Para los muchos que piensan -o, si se prefiere, sienten- de esta manera, las calamidades que siguieron a la implosión de la Alianza han sido motivo de cierta satisfacción. Parecen creer que sirvieron para probar que no sólo "el modelo" sino también el "neoliberalismo" y el "capitalismo salvaje", o sea, los paradigmas imperantes en el Primer Mundo, eran intrínsecamente malignos. Algunos se han dejado tentar por la teoría extravagante de que la experiencia argentina constituyera evidencia irrefutable de que el capitalismo no podía funcionar en ninguna parte y que por ende había llegado la hora de crear "una alternativa". Conforme a quienes reivindican esta hipótesis ambiciosa, el que el país no haya logrado salir indemne del "modelo" se debería más a la astucia maquiavélica y al poder colosal de los neoliberales que a la torpeza del gobierno de Eduardo Duhalde. Si bien el grueso de los enemigos del esquema híbrido que fue confeccionado por el gobierno de Carlos Menem sobre la base de las privatizaciones y la convertibilidad desprecia a Duhalde, pocos se han ensañado con su gestión económica por suponer que a pesar de que los resultados concretos hayan sido lamentables, el "rumbo" es el correcto porque no cabe duda de que nos está alejando del mundo desarrollado.
Ahora bien: sería una cosa insistir en que la Argentina ya ha perdido tanto tiempo que sencillamente no está en condiciones de avanzar por la misma ruta por la que pasaron los países que en opinión de virtualmente todos encarnan el éxito, y otra muy distinta afirmar que el desarrollo tal y como lo conciben "los ricos" es de por sí malo y que en consecuencia es deber de toda persona decente tratar de frustrar los esfuerzos por alcanzarlo. La primera tesis es pesimista, pero no es irracional, mientras que la segunda sólo tendría sentido para los persuadidos de que mientras transitemos este valle de lágrimas sería fútil dejarnos preocupar por los meros detalles materiales. Sin embargo, aunque sería difícil encontrar a un solo político o intelectual que estuvieran dispuestos a asumir una postura así, aseverando que sería mejor que el país se hundiera en la miseria más absoluta de lo que sería permitirle entregarse a los horrores del consumismo primermundista, abundan los que hablan y actúan como si su objetivo principal fuera defender a la Argentina de los peligros del desarrollo.
Los más beneficiados por esta ideología extraña e hipócrita que no se atreve a mostrar la cara pero que parece estar en todas partes, han sido los populistas encabezados por Duhalde. Puesto que quienes dominan el debate nacional, por calificarlo de algún modo, dan por descontado que todos los problemas del país se han originado en la perversidad capitalista y "neoliberal", Duhalde se ha visto considerado como un dirigente tal vez mediocre pero aun así lo bastante esclarecido como para entender que es necesario luchar por los medios que fueran contra las fuerzas del mal representadas por la banca foránea, es decir, por el capital, por las empresas multinacionales y, huelga decirlo, por los funcionarios del FMI. En efecto, muchos consideran las vicisitudes de esta batalla decididamente más importantes que los costos de los presuntos triunfos tácticos del gobierno o las consecuencias cruelmente concretas de los muchos reveses. Desde el punto de vista de los cruzados contra el "neoliberalismo", las desventajas supuestas por la resistencia prolongada del gobierno a mantenerse al día con los pagos al FMI y el Banco Mundial son meramente anecdóticas al lado de la gloria que le ha reportado su voluntad de resistirse a las presiones externas.
¿Comparte la mayoría de los argentinos la actitud de sus "dirigentes" frente a los interrogantes éticos o filosóficos planteados por el desarrollo material? Sólo a medias. Bien que mal, los argentinos son tan consumistas como el que más. Lo mismo que los españoles que luego de décadas en las que los gobernantes y los jefes opositores celebraban la famosa "diferencia" entre ellos y sus vecinos del resto de Europa, no tardarían un solo minuto en disfrutar al máximo los placeres acaso rudimentarios y plebeyos pero para muchos irresistibles del consumismo euronorteamericano. Para disgusto de sus "dirigentes", a casi todos les encantaría poder tomar sus vacaciones en Miami y volver a casa con las valijas repletas de chucherías electrónicas. Pero, al igual que los españoles de hace cuarenta años, la mayoría está tan acostumbrada al discurso tradicional que muy pocos lo suponen un obstáculo que les impide acercarse a lo que quisieran tener, razón por la que con escasas excepciones dicen estar en favor de alguna que otra variante populista. Puede que el semiconsenso así supuesto sea poco profundo y tan precario que, de disfrutar el país, bajo un gobierno tan primermundista como el del español Felipe González, de dos o tres años de crecimiento "sostenible" adecuadamente distribuido, se esfumaría sin dejar muchos rastros, pero no se producirá un cambio ideológico masivo mientras perdure el clima brumoso actual.
En la raíz de la gran crisis argentina está el compromiso al parecer irrenunciable de buena parte de la élite con formas de pensar que son incompatibles con las aspiraciones de la mayoría abrumadora de sus compatriotas. Estos quieren que la Argentina sea un "país normal", o sea, uno en el que un obrero o un empleado común puedan vivir como su equivalente español, italiano, francés o norteamericano. Hasta nuevo aviso, la única clase de sociedad que lo posibilita seguirá siendo capitalista y liberal aunque, debería ser innecesario decirlo, existen muchas variantes de lo que en el fondo es el mismo esquema, de suerte que de ser auténticamente representativos los dirigentes políticos, vigilados por los demás, estarían impulsando las medidas precisas para que la Argentina se pareciera cada vez más a sus modelos extranjeros, empresa en la que con toda seguridad recibiría la colaboración de los gobiernos de los países ricos aunque sólo fuera porque sería de su interés contar con más "socios" ricos.
Pero, desgraciadamente para todos, la élite gobernante tiene ideas muy distintas. Lejos de ponerse a pensar en la mejor manera de ayudar a sus compatriotas a acceder a los bienes que tantos apetecen, muchos "dirigentes" han preferido dedicarse a depauperarlos frustrando todos los intentos por reproducir aquí aquellas modalidades que en otros países de cultura similar han brindado resultados admirables. Juran estar resueltos a privilegiar los intereses de los pobres, pero más de medio siglo de fracasos atroces aún no ha sido suficiente como para convencerlos de que les convendría abandonar las viejas recetas por claramente inservibles en favor de otras que en España e Italia, para no hablar de Australia y Canadá, han funcionado maravillosamente bien permitiendo, por primera vez en la historia del género humano, que hasta los catalogados como pobres gocen de un nivel de vida material antes limitado a una minoría de aristócratas y magnates.
Para algunos, tanta fidelidad a "los principios" heredados de caudillos muertos, pensadores decimonónicos y líderes religiosos debería considerarse loable, pero para los millones que en última instancia dependen casi por completo del accionar de sus gobernantes, ha sido cuestión de un alarde de dogmatismo rayano en la locura colectiva.
     
     
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