Jueves 23 de enero de 2003
 

Un debate sobre la tecnología

 

Por Tomás Buch

  En el reportaje publicado en el suplemento "Perspectivas 2003" del "Río Negro", el sociólogo Christian Ferrer nos invita a un debate sobre la tecnología, para encontrar un pensamiento superador de las disyuntivas binarias que tanto nos gustan a los argentinos. Cree -y estoy de acuerdo con él en este punto- que ello debe incluir un examen del proyecto de nación.
¿En qué consiste un "debate sobre la tecnología" en un país como el nuestro? En el mundo se da un debate ético sobre este tema desde hace años. Este debate tuvo y tiene aún varias vertientes, una de las cuales es la de Heidegger, quien veía al humano cada vez más envuelto en las redes de una artificialidad creada por él mismo. Lewis Mumford y otros alertaron a los humanos sobre las consecuencias del avance de una especie de entelequia llamada "la tecnología" sobre la humanidad pretendidamente más "humana" de otros tiem- pos. De allí surge una fuerte corriente "tecnocrítica" que tiende a resaltar los aspectos negativos de la tecnología y aun de la ciencia en que aquélla se basa.
"La tecnología", que aparece con características de divinidad a la que no se comprende pero de cuya benevolencia se depende cada vez más, es vista con una ambigüedad manifiesta. No queremos, y ya no podemos, prescindir de ella, pero a la vez la percibimos como amenazadora, e invocamos metáforas de la irreversibilidad, como la de la Caja de Pandora.
La historia de la humanidad vista desde la tecnología aún está por ser escrita, y es claro que cuando eso se haga se evaluarán tanto los aportes positivos como los negativos. Pero si se prescinde de una visión histórica, se cae en el anacronismo y se corre riesgo de abrazar posturas enteramente utópicas y reaccionarias. También es necesario destacar ciertos aspectos paradójicos. Por ejemplo, gran parte de la grave presión antrópica sobre los diversos ecosistemas es una consecuencia de la expansión numérica de la población humana, la que, a su vez, se debe al mejoramiento sanitario.
En el reportaje, Christian Ferrer repetidamente cae en el error del anacronismo. Por ejemplo, dice que en los albores de la revolución industrial inglesa se debería haber debatido o tenido en cuenta la contaminación del Támesis. Ese argumento es anacrónico, ya que el concepto de que la finitud del ambiente natural hace necesario cuidarlo es una idea muy reciente. Pedir a la Revolución Industrial un estudio de impacto ambiental no es muy razonable. Otro anacronismo es el que comete cuando afirma que Chernobyl es una consecuencia de que los científicos que construyeron la bomba atómica no discutieron sus consecuencias éticas. Por el contrario, algunos de los científicos que construyeron la bomba discutieron mucho, y llenos de angustia, las consecuencias éticas derivadas de que su trabajo tenía una finalidad militar, y llegaron a la conclusión de que la guerra contra el nazismo lo justificaba. Chernobyl, en cambio, es una consecuencia de la falta de una cultura de la calidad y de respeto por el hombre en la sociedad soviética, una cosa muy distinta y que, por cierto, no estaba contenida en el Proyecto Manhattan.
El debate sobre la tecnología tiene dos niveles claramente diferenciados. Uno de ellos es el nivel abstracto: es un debate filosófico sobre la artificialidad, es decir, sobre la naturaleza humana y su evolución en los diferentes contextos sociales.
Este debate debe ser histórico si no quiere caer en la irrelevancia. No debe olvidar la dimensión ética, desde luego, pero debe tener en cuenta que el desarrollo global de los sistemas técnicos -el conjunto de los diversos elementos tecnológicos que caracterizan cierta civilización- obedece a leyes evolutivas imperfectamente conocidas, pero que no son enteramente finalistas sino más bien emergentes.
Tampoco son consecuencia de la sola decisión tecnológica y, en cambio, tienen mucho que ver con las necesidades de expansión constante del sistema capitalista.
El otro nivel del debate sobre la tecnología es el que se contextualiza en el aquí y el ahora: ya no se trata de discutir sobre "la" tecnología en abstracto, sino sobre la tecnología en nuestro país; un país semidesarrollado, dependiente de todos los avatares de cada época histórica presente y sometido a fuerzas centrífugas basadas en su propia estructura, la que, a su vez, proviene de nuestra turbulenta historia.
La historia de la Argentina nos muestra un país que tuvo una fenomenal expansión económica de la mano del mercado inglés de carnes y granos, pero que no logró llegar a ser un país de "desarrollo tardío" -lo que hubiese implicado la reinversión de parte de las ganancias en desarrollo industrial- por la mentalidad expoliadora de su clase dirigente y por la eterna polémica entre el librecambio y el proteccionismo, que en cada época fue decidida de la peor de las maneras posibles. Así fue que creció una industria deforme, excesivamente protegida, que no alcanzó a hacerse eficiente antes de ser destruida.
Además, a pesar de no ser industrialista, una parte de la clase dirigente tenía ciertas inclinaciones por la cultura positivista y científica predominante en Europa en la segunda mitad del siglo XIX, y generó un sistema educativo superior de buen nivel, que permite que exista Christian Ferrer. En ciertos casos este sistema produjo ciencia de clase mundial; pero la relación de la ciencia argentina con el sistema productivo siempre fue muy tenue. Las tecnologías aplicadas en el agro, como en la industria, siempre fueron adaptaciones, a veces muy astutas, de lo que venía de afuera.
Curiosamente, una excepción a esto es la tecnología nuclear, que fue "apropiada" por la Argentina.
La historia argentina tiene varias etapas, una de las cuales es la que Ferrer pinta con unos trazos muy peyorativos; la etapa desarrollista, una de aquéllas en que se intentó un desarrollo industrial autogenerado, es caracterizada como espejismo: "El sentimiento de que Argentina podía ser una potencia". El desarrollo nuclear se encuadraría en este "proyecto nacional de progreso, que en la actualidad ya no tiene bases institucionales, económicas ni políticas para sostenerse", dice Ferrer.
Pero la alternativa entre el hambre de los chicos y el desarrollo nuclear que plantea es enteramente falsa: en un país donde hay niños que se mueren de hambre "un reactor nuclear es una excentricidad", dice. Esta frase es realmente sorprendente, ya que el reactor nuclear de marras se construye en un país que paga por eso muy buen dinero, que en gran parte vuelve a la Argentina, donde podrá contribuir a que los chicos coman. Tal vez la frase de Ferrer es una propuesta moral y no económica: quiere decir que en nuestro país, hablar de cualquier otra cosa, más que del hambre de los chicos, es una frivolidad. Con esa frase podría yo estar de acuerdo. No seamos frívolos, entonces. ¿Por qué sólo un reactor nuclear es una excentricidad? Hablar de fútbol, ¿no es acaso frívolo, cuando hay niños que mueren de hambre? ¿O hablar de investigación científica? ¿O de universidad?
Para Ferrer la energía nuclear es, pues, nada más que un proyecto obsoleto, un residuo de un pasado delirante. Pero aun aceptando esa convicción, sus conclusiones son erradas. Aun si la energía nuclear en la Argentina de 1950 fue una extravagancia, un desvarío de dictadores megalomaníacos, deberíamos reconocer que en la actualidad, en que tales desvaríos se han disipado, queda una capacidad tecnológica que ha demostrado estar a la par de lo más avanzado de un mundo en que el cuestionamiento de la energía nuclear está en retroceso. Existe, pues, un mercado internacional en que la Argentina participa.
La Argentina no es un país creador de tecnologías novedosas, pero tiene una notable habilidad para "apropiarse" de tecnologías ajenas, y lo ha hecho a la perfección con la tecnología nuclear. Para ello, ha invertido mucho dinero, demasiado para el gusto de los detractores de la energía nuclear; pero esa inversión ya está hecha y es un nuevo anacronismo argumentar que se trata de dinero mal gastado.
Ahora, que sólo se trata de cosechar los frutos de esa inversión, tomar la decisión de renunciar a lo que se ha aprendido de otros y lo que se ha agregado de novedoso sería totalmente absurdo. Sin embargo, es eso lo que tratan de lograr los adversarios de la energía nuclear, muchos de ellos progresistas y bienpensantes.
Christian Ferrer se pliega a esa postura, aunque no la hace explícita. Opina que el "sueño nuclear" corresponde a la época en que delirábamos con la Gran Argentina. Dice que la energía nuclear es sólo un enclave industrial en un país precarizado. Tal vez, pero, desmontar el enclave, ¿es la respuesta correcta para lograr un país menos precario? ¿No será mejor usar el enclave como modelo, para ver de qué somos capaces cuando hacemos esfuerzos coordinados, en vez de aplicar la máquina de impedir, que es la que mejor sabemos manejar? Llamativamente, la postura de Ferrer parece echar la culpa de todo lo que no funciona en la Argentina a lo poco que sí funciona.
Aquí se hace imprescindible preguntarse qué clase de país propone o imagina. Es obvio que la justicia distributiva, que yo anhelo como Ferrer, no lo es todo. Si el producto actual se repartiese mejor, tal vez no habría el nivel de miseria abyecta que lamentamos, pero también hay que crear más riqueza, y eso no se logra con una economía primarizada, sino sólo mediante una industria de alto nivel.
Además, puntualmente, al argumentar contra el reactor de Australia, Ferrer comete un error muy grave. Corregido ese error, creo que casi toda su argumentación se cae por su propio peso. Dice (corrijo levemente el estilo): "Cuando un país poderoso negocia la venta de un reactor nuclear, especifica que no recibirá bajo ninguna circunstancia los desechos nucleares". Por de pronto, Ferrer insiste en el error de que la Argentina deba recibir esos desechos, a pesar de que debería estar mejor informado de que eso no es cierto. Pero hay más: cuando Alemania, Canadá y Francia compitieron por el contrato australiano para construir el reactor cuya licitación ganó la Argentina, también a ellos se les pidió una propuesta sobre el acondicionamiento de los combustibles gastados, y la hicieron. Francia, en particular, desde hace décadas reprocesa los combustibles australianos y lo va a seguir haciendo, y por buena plata, además; y Francia, por cierto, es un país poderoso, según los criterios de Ferrer. ¿Entonces? Ferrer se pliega tácitamente a la presunción absurda, falsa e insultante de que "el llevarnos la basura australiana era la condición para que nos dieran la obra". Conclusión: somos incapaces de cualquier cosa más complicada que la agroindustria. ¿Es esto la discusión seria sobre la técnica que quiere plantear Christian Ferrer?
     
     
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