Sábado 18 de enero de 2003
 

Diligencias

 

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

  El viaje de la diligencia nos fascina desde que John Ford filmó el mejor western de la historia. (1) Aquel ligero carruaje, que corría desamparado a través del desierto del Monument Valley, movido por seis briosos caballos y conducido por el gordo postillón, nos signó con su imagen mítica que acopla al movimiento con la aventura interior y exterior de nuestra frágil condición humana. Esa aveniencia de lo móvil y lo azaroso es la sustancia del cine. (Por algún fenómeno cinemático, que nunca nos pudimos explicar, en la pantalla las ruedas giran al revés. ¡Ah, paradoja del tiempo y el espacio: la diligencia se mueve para adelante, pero las ruedas van hacia atrás!)
En el filme de Ford, los personajes, acosados por sus propias historias, las inclemencias de la estepa y la amenaza de los apaches, huyen en la diligencia. Son siete figuras inolvidables: la prostituta buena, el banquero estafador, el aristócrata sureño venido a jugador fullero, el médico alcohólico que se redime, el comerciante de whisky, la muchacha de familia distinguida que daba a luz en una posta de mexicanos y el héroe vaquero -Ringo Kid- en busca de justiciera venganza. Todos agitan su condición social, sus atributos morales, sus psicologías atormentadas, al ritmo del desplazamiento de la diligencia perseguida.
El esquema narrativo del filme, que tiene precedentes, imitaciones y modelos en la literatura y el cine, es la carrera de un móvil cerrado (diligencia, avión, tren o crucero) que transporta personas en situaciones arriesgadas debidas a sus propios conflictos y a los peligros venidos de la naturaleza hostil. La diligencia expresa, de tal modo, un arquetipo de la aventura itinerante, de destinos inciertos, de fugas y encuentros.
Para citar un ejemplo literario argentino: ¿quién puede olvidar el viaje en diligencia de Facundo Quiroga hacia su muerte en Barranca Yaco, relatadas en las paginas trémulas de Sarmiento? "La galera va cruzando La Pampa, como una exhalación: camina todos los días hasta las dos de la mañana y se pone en marcha, de nuevo, a las cuatro", cuenta el autor. El viaje del caudillo riojano, su arrojo temerario ante el asesinato que él sabe que lo espera como una fatalidad, están escritos por Sarmiento con una equivalente prosa jadeante, ansiosa, agónica. Las palabras parecen sacudirse como desesperadas, al ritmo de la misma diligencia, cuando vadea arroyos, supera quebradas a la luz de la luna o se desplaza por el fango de la huella. La escena del crimen es terrible. Santos Pérez, el jefe de la emboscada homicida, "manda, concluida la ejecución, a tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos, y el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún en la montura", dice la excitada pluma sarmientina, que uno imagina que se clavaba iracunda en el papel cuando ponía el punto.
Pero la diligencia son, desde luego, otras cosas además de las que sostienen ese símbolo de la tensión trágica con que nos fulmina el Facundo de Sarmiento; tampoco se representa sólo con la silueta épica que define el filme de Ford. Si ahora estimula en nosotros la evocación literaria y la imagen de viejas películas clásicas, este vehículo en el momento de su invención a mediados del siglo XVIII, que se admiraba con el estupor de la novedad inesperada, revolucionó el transporte, el comercio y la cultura.
Durante milenios la marcha a pie fue el medio de locomoción normal del hombre; el caballo y los carruajes eran lujos de minoría. Hacia 1760 la difusión de un sistema de diligencias públicas y la consecuente y necesaria construcción de puentes y caminos colocaron al peatón en el lugar del más desposeído, incapaz de conocer la amplitud del mundo. Las diligencias implicaron un cambio extraordinario en la aceleración del transporte terrestre y en la facilitación del viaje de las nacientes clases medias. Lo que antes se hacía en semanas y meses, con las diligencias se recorría en días y horas. En esos "coches voladores", como se las llamaba en Francia -no olvide el lector que diligente es sinónimo de rápido y eficaz- se pagaba una tarifa común a todos sus pasajeros, incluyendo el correo, con horarios preestablecidos y postas regulares para la renovación de las caballadas.
En 1788, un año antes de la toma de la Bastilla, el cronista y dramaturgo revolucionario Louis Sebastian Mercier observaba esta condición del nuevo viajero: "¡Con las diligencias ahora se viaja sin necesidad, sin negocios, por el más ligero pretexto..!" Seguidor de Rousseau, para él sólo el caminante tiene libertad y contacto vital con la naturaleza. Pero el madrileño Mariano José de Larra, el gran periodista de opinión, escribió en 1835, cuando aún el ferrocarril no estaba inventado, que el progreso más importante de su tiempo había sido la facilitación de las comunicaciones entre los pueblos. "Los tiranos, generalmente cortos de vista, no han considerado en las diligencias más que un medio para transportar paquetes y personas de un pueblo a otro. No se dan cuenta de que las ideas se agarran como el polvo a los paquetes y viajan también en diligencia... Sin diligencias y sin navíos, la libertad estaría todavía encerrada en los Estados Unidos. Las diligencias y la rapidez de las comunicaciones que éstas produjeron han sido el vínculo que ha reunido a los hombres de todos los países". (2)
La diligencia duró poco como campeona de la velocidad, y otras revoluciones de la tecnología en el transporte colectivo la reemplazaron simultánea o sucesivamente por el ferrocarril, el autobús, el avión y la informática, etc. Cada tiempo ve la revolución en lo que le resulta nuevo, pero lo nuevo dura poco. Las revoluciones tienen el capricho de la premura y la desilusión de su inconstancia. Por definición, nada hay más relativo ni menos perdurable que el cambio.
Lo duradero, casi perenne, es el drama que genera inevitablemente la aceleración del movimiento, de todo movimiento, de cualquier movimiento. El movimiento de las personas y las sociedades, el punto desde donde vienen y el lugar donde van, los interrogantes de su historia cambiante, de su desplazamiento y destino: he ahí, quizá, el secreto hechizo que todavía y siempre nos conmueve en las diligencias.

(1) "La Diligencia" (1938), filme norteamericano dirigido por John Ford, por el que ganó el Oscar al mejor director del año, basado en un cuento breve de Ernest Haycox e inspirado en el relato "Bola de Sebo" de Guy de Maupassant.

(2) Mariano José de Larra: "La Diligencia", publicado en "La Revista Española", Madrid, el 6 de julio de 1835.
     
     
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