Viernes 3 de enero de 2003
 

El largo plazo ha llegado

 

Por James Neilson

  Desde hace más de medio siglo, toda persona medianamente informada entiende que tarde o temprano un "dictador loco" adquirirá armas tan poderosas que será capaz de chantajear al resto del mundo exigiéndole dinero, territorio, una conversión religiosa o, ¿quién sabe?, un tributo anual de esclavos jóvenes. Es que la mera existencia de "armas de destrucción masiva" nucleares, químicas o biológicas haría retroceder el reloj varios siglos para devolvernos a una época en la que pequeños pueblos en lugares casi inexpugnables vivían del botín que arrebataban a los demás, una actividad tradicional que se había practicado a través de los milenios.
Así las cosas, era claramente del interés de las potencias comprometidas con un orden menos anárquico tomar las medidas necesarias para asegurar que tales armas quedaran fuera del alcance de los bandidos en potencia. En teoría, es lo que hacían, de ahí todos aquellos tratados de "no proliferación" debidamente firmados por los integrantes de la comunidad internacional. Pero aunque muchos sospechaban que un día alguien en algún lugar se rebelaría contra el consenso dominante, la mayoría prefería creer que sólo se trataba de fantasías novelísticas y hollywoodenses inventadas por motivos siniestros, de suerte que los gobiernos que estaban en condiciones de hacer algo al respecto optaron por limitarse a formular exhortaciones conmovedoras y hablar de paz. Tal actitud puede entenderse: en el contexto del sistema binario democrático, cualquier gobierno que se hubiera manifestado dispuesto a desarmar a otro por la fuerza antes de que éste se pertrechara de armas que le permitirían desafiar a todos, hubiera sido denunciado por belicista por la oposición interna e imperialista por sus rivales externos.
A fines del año pasado, empero, la "fantasía" se transformó en verdad. Dejó de ser un peligro hipotético que podría archivarse por ser cuestión de un asunto que acaso sería importante en el largo plazo. Corea del Norte, un país paupérrimo pero armado hasta los dientes que está en manos de un personaje, Kim Jong-il, que conforme a las pautas habituales sí es "un loco", ha comenzado a chantajear a sus vecinos y a Estados Unidos diciendo que, a menos que lo subsidien, agregará más bombas nucleares al pequeño arsenal de estos artefactos que, según parece, ya posee. Puesto que con la artillería convencional que tiene podría convertir las ciudades surcoreanas en escombros en un par de días, los norteamericanos -los únicos capaces de frenarlo- lo han manejado con cautela, lo que les ha merecido muchas críticas por parte de quienes contrastan su escaso deseo de iniciar una guerra contra Corea del Norte con su voluntad de derribar cuanto antes al dictador iraquí Saddam Hussein. ¿Es que creen que Estados Unidos debería esperar a que Saddam consiga emular a Kim para que ya no quede ninguna duda acerca de sus propósitos? Parecería que sí.
En vista de que el poder destructivo de los reacios a someterse a las reglas que se han improvisado para reducir el riesgo de una catástrofe sin precedentes propende a aumentar con el tiempo, la lógica sugiere que convendría intervenir lo antes posible al producirse la primera señal de que esté en marcha un programa "no legal". Sin embargo, la lógica democrática, por decirlo así, que impera en los países desarrollados y que es reivindicada hipócritamente por todos los miembros de las Naciones Unidas, supone que no es lícito hacer nada mientras no existan pruebas contundentes de que un Estado haya decidido violar los tratados vigentes. Gracias a esta contradicción, el mundo está por entrar en una etapa extremadamente peligrosa. De difundirse la conciencia de que un país pobre y atrasado puede erigirse en contrincante de las naciones más avanzadas, amenazándolas con impunidad porque los costos de desarmarlo podrían resultar elevadísimos, serán cada vez más los dictadores tentados a hacerlo. En cambio, de actuar Estados Unidos para restaurar el statu quo ante un país matón, de acuerdo con la lógica democrática será el malo de la película, "gendarme mundial" que se atribuye privilegios denegados a los demás. Al fin y al cabo, siempre habrá quienes insistirán en que Irak, Corea del Norte o cualquier otro país tienen el mismo derecho que Estados Unidos a dotarse de un buen arsenal nuclear.
El choque contra los ideales que, detalle más, detalle menos, subyacen en la vida política actual de los países occidentales y aquellos que, nos guste o no, han determinado la conducta de la mayoría desde la Edad de Piedra, pudo ser demorado hasta hace muy poco debido a que a partir de 1945 rigió "el equilibrio del terror", o sea, el oligopolio del poder militar por parte de las potencias democráticas y comunistas, seguido por otro período signado por la supremacía estadounidense. El orden así supuesto era harto imperfecto, pero por lo menos redujo mucho el riesgo de que estallaran conflictos en gran escala. Ultimamente, empero, esta situación se modificó no tanto por obra de Osama ben Laden -en términos militares, hasta que Al Qaeda u otros grupos similares tengan "armas de destrucción masiva" la amenaza que plantean será relativa- como por la presencia de estados rebeldes como Irak y Corea del Norte, que sí son dueños de los recursos necesarios para erigirse en enemigos temibles de todos los demás países del mundo. Si logran sobrevivir a la ofensiva estadounidense que, aunque los lazos entre Saddam y Al Qaeda siempre hayan sido discutibles, desató el ataque terrorista de setiembre del 2001, no habrá límite a lo que algunos rebeldes querrán a cambio de "la paz".
Tanto los países opulentos como otros, entre ellos la Argentina, que forman parte de la misma cultura y por lo tanto debaten los mismos temas de la igual forma, se destacan por el protagonismo de élites cuya mentalidad se asemeja a aquélla de nuevos ricos que no quieren saber nada de su propio pasado. Les complace asegurarse de que el nazismo, el fascismo y el comunismo eran aberraciones, que nunca más alcanzarán el poder en países importantes monstruos como Hitler y Stalin porque en última instancia todos somos buenos y todos amamos la paz. Asimismo, dan por descontado que en otras zonas del mundo la mayoría abrumadora comparte los mismos principios: manifestar dudas sería "racista" o "eurocéntrico" porque todos los pueblos y todas las culturas son iguales. Cuando sucede algo -por ejemplo los atentados contra niños israelíes que celebran las madres de "mártires" suicidas- que no se condice con este presupuesto agradable, hacen gala del ensimismamiento propio de las sociedades democráticas achacándolo a la maldad de sus adversarios internos o de sus equivalentes extranjeros.
Puede que el mundo que tales élites imaginan, uno en el que los horrores del pasado no se repetirán jamás porque todos, con la excepción de algunos malvados más sus víctimas inocentes, estén en favor de la paz, la justicia, la tolerancia mutua y la prosperidad universal, sea mejor que el que efectivamente existe, pero tratarlo como si fuera real sólo serviría para ampliar todavía más la brecha que nos separa de él. No existe motivo alguno para suponer que ya no haya lugar para la clase de sueños en los que se inspiraron los asesinos en serie recientes como Hitler, Stalin, Mao y Pol Pot, o que en adelante ninguna persona procure hacer de su propia indiferencia al destino ajeno la base de una potencia que crezca hasta que la destruya otra que sea más fuerte. Antes bien, lo más razonable sería suponer que siempre habrá quienes tratarán de emular a los muchos tiranos, por barrocos y crueles que éstos hayan sido, que registra la historia de nuestra especie, y que por lo tanto convendrá enfrentarlos antes de que hayan adquirido la capacidad para causar demasiados estragos.
Por lo pronto, la única potencia que está en condiciones de cumplir el papel ingrato y a menudo antipático de policía es Estados Unidos. Que sea así es una lástima, pero a menos que la Unión Europea se consolide, los norteamericanos seguirán imponiendo su voluntad porque su economía equivale a cinco alemanas, siete británicas y casi ocho francesas, mientras que su superioridad militar es todavía más abrumadora. Lo que no es una lástima es que Estados Unidos sea una democracia. Aunque las democracias, por saber aprovechar mejor el vigor y el talento de sus habitantes, son intrínsecamente más dinámicas que las dictaduras, su propensión a convencerse de que el mundo entero se ha vuelto pacifista de manera que no les será menester gastar más en armas feas, los ha hecho tan vulnerables frente a quienes no comparten sus ideales que es una suerte que la superpotencia reinante no sea un país parecido a la Corea de Kim o al Irak de Saddam, individuos que están dispuestos a subordinar absolutamente todo a sus esfuerzos por ser los más poderosos y que, huelga decirlo, nunca pensarían en abandonar sus ambiciones por las razones morales o humanitarias que son tan caras a las élites occidentales.
     
     
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