Jueves 2 de enero de 2003
 

Cambio de piel

 

Por Gustavo Gennuso y Tomás Buch

  Uno de los componentes más importantes y profundos de la actual crisis nacional es aquel de la representatividad de las estructuras políticas, que se expresa en la consigna "que se vayan todos". La consigna se refiere principalmente a los políticos profesionales, integrantes de una corporación que ha hecho de la política su modo de vida, y que son percibidos por la mayoría de la sociedad como parásitos inescrupulosos capaces de cualquier infamia e inmoralidad con tal de mantenerse prendidos a la agotada ubre del Estado. A la consigna se suma a muchos grandes empresarios, a quienes se los ve como aprovechadores de un capitalismo prebendario, injustamente enriquecido a costa del bien común, a través del "capitalismo a la criolla", un sistema más afín con el feudalismo que con el capitalismo que existe en los países "serios". La consigna abarca el país del clientelismo y también el de las diversas "patrias", la financiera, la contratista, la del "deme dos". Este fue durante décadas un sistema garantista muy peculiar, en el que las ganancias se privatizan, pero las pérdidas son compartidas por todo el pueblo. Los resultados están a la vista.
En sus aspectos económicos, este sistema tiene una larga historia en nuestro país, que, no lo olvidemos, nació alrededor del contrabando porteño y la ruina de las economías regionales del interior. En sus aspectos políticos, durante toda nuestra historia y con sólo breves períodos de democracia más genuina, predominaron diversas formas de fraude y clientelismo. Finalmente, la reforma constitucional de 1994 consagró a los partidos políticos como intermediarios ineludibles para acceder al poder. Con ello, los aparatos partidarios adquirieron una relevancia aún mayor que la que ya tenían y se hizo sumamente difícil todo acceso de ideas y gente nueva a los resortes del poder. Estas estructuras tienen apresados también a los políticos honestos, aquellos para quienes la política es la herramienta para el bien común, mientras dan al país el bochornoso espectáculo de unas luchas desenfrenadas por quedarse con los restos de los aparatos partidarios.
En este momento, en el país existe un sistema democrático que, más que nunca, es solamente formal, y en el que una enorme proporción de los argentinos no se siente representada.
Existen los tres poderes formalmente separados, pero nadie se llama a engaño sobre sus entreveros. Pronto habrá elecciones presidenciales y deberemos votar por alguien, pero todos sabemos que sólo votaremos por el que nos parezca el menos malo, y que éste sólo podrá disponer de poderes muy limitados. La mayoría de los políticos se rasgan las vestiduras mientras que el país real desfila ante las cámaras de la tevé y hasta el hambre se muda en espectáculo, como si fuese una novedad.
Siempre se escucha que el "modelo" está agotado, en referencia al neoliberalismo; pero lo que está agotado y destruido es el país mismo. Después de un cuarto de siglo de desindustrialización y malversación de las propiedades del Estado -o sea, de todo el pueblo- el aparato productivo que nos ha quedado sencillamente no tiene cabida para los 36 millones que somos. La tarea es mucho más pesada de lo que parece: no se trata solamente de "reactivar" la economía; hay que reconstituir fuentes de trabajo para la mitad de la población, ya que gran parte de la desocupación actual no es contingente, sino que se debe a los cambios en la estructura productiva producidos desde 1975 en adelante.
La tarea parece superior a las fuerzas de cualquier pueblo. Pero mientras los factores de poder especulan con el "veranito", existe un país profundo que está cambiando. El hartazgo y la desesperación de mucha gente trata de mudarse en acciones y las imágenes del desamparo despiertan conciencias. Un nuevo país se asoma por debajo de las ruinas del antiguo, que está tratando de arrojar los restos de una estructura muerta. De que lo logre, dependerá si saldremos de este marasmo mortal, o si seguiremos el camino hacia una decadencia cada vez más profunda.
No se trata solamente, ni muy especialmente, de los movimientos de alta visibilidad, tales como las movilizaciones de desocupados o las asambleas barriales, en las que surgen propuestas aunque muchas de ellas sean utópicas. A diferencia de los años "70, cuando muchos jóvenes buscaban hacer una revolución social, y de los "80, cuando el retorno a la democracia motivó una afluencia masiva de los ciudadanos a la militancia partidaria más tradicional, ahora la gente da la espalda a los partidos políticos, que forman parte del esqueleto muerto que deberá ceder paso a estructuras nuevas. En cambio, hay cada vez más argentinos que deciden participar desde las organizaciones de la "sociedad civil", para usar un término usual aunque tenga connotaciones un tanto extrañas. Ante el derrumbe de las instituciones del Estado, y también ante la desconfianza que las mismas inspiran, aparecen miles de voluntarios que se organizan para suplir su deserción o para ayudar a que ciertas tareas que le incumben se realicen con más eficiencia y con menos corrupción.
Algunos de estos voluntarios se acercan a ONGs de ayuda solidaria, que se forman en todos los barrios, muchos de ellos movilizados por diferentes iglesias. Estas organizaciones están actuando como pequeñas células de participación desde donde se hacen cosas en favor de la comunidad, se plantean denuncias, se procura controlar a los organismos estatales y se alientan diversos mecanismos de participación.
Algunos de los movimientos de desocupados se limitan a pedir ayuda estatal, con lo que son, de alguna manera, instrumentales a la persistencia del clientelismo, incluso denunciado en su propio interior; pero otras van más allá, y entonces grupos sociales que se niegan a ser mera "masa" de maniobra se organizan según criterios horizontales y solidarios, llegan a construir barrios enteros con criterios comunitarios y ofrecen a sus miembros diversos tipos de enseñanza, como la de ayudarse haciendo huertas y otras actividades productivas.
La mayoría de las nuevas organizaciones encaran problemas específicos como los comedores, la educación, las cuestiones de género, la autodefensa o la producción. Pero poco a poco se está abriendo paso el reconocimiento de que no basta con resolver un problema puntual; los focos de dolor puntuales forman parte de una realidad compleja y global que se hace necesario abarcar globalmente. Entonces los diversos grupos tienden a interconectarse en redes temáticas o geográficas, que poco a poco irán cubriendo las diversas áreas de acción así como la extensión del territorio.
Un caso ejemplar de lo que crece por debajo del mundo tradicional argentino son las 140 empresas quebradas rescatadas por sus 10.000 trabajadores operándolas como cooperativas, muchas veces luchando contra estructuras legales y políticas que no contemplan el papel social del capital sino solamente el interés privado. He aquí un comienzo modesto de democracia económica, destinada a salvar las fuentes laborales y la dignidad de los trabajadores. Llama la atención el agudo contraste de estas empresas con las privatizadas que, después de echar a la mayor parte de sus trabajadores, insisten en no cumplir con los pagos e inversiones a los que se comprometieron.
Es difícil predecir cuál será el destino de estos movimientos, que provienen de las raíces de un país real aún sumido en las marañas de costumbres y estructuras antifuncionales y corruptas. La lucha es muy desigual: las tradiciones y las estructuras jurídicas y políticas no contemplan ni admiten alternativas al poder representativo establecido, y la corrupción de éste tiende a corromper todo lo que se le acerca. Por otra parte, la sociedad se organiza al margen del poder y en su seno se debate su actitud frente a ese poder. En la medida en que la crisis avance, inclusive en escala mundial, este debate se profundizará. Y tal vez de las entrañas de una sociedad mortalmente enferma, nazca algo nuevo que nos devuelva las esperanzas.
     
     
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