Miércoles 15 de enero de 2003
 

Inmovilidad política

 
  Aunque parece que por fin el FMI está por firmar un acuerdo mínimo con el gobierno del presidente interino Eduardo Duhalde, quien con toda seguridad lo festejará como un triunfo propio y evidencia de la gran sabiduría de su gestión, ni los directivos ni los "técnicos" del organismo han intentado disimular el enojo que sienten por verse obligados por los dirigentes del Grupo de los Siete -los países más ricos del mundo- a rubricar un documento en el que no creen. Por motivos comprensibles, desconfían de los duhaldistas que, a su juicio, han estado postergando por motivos netamente políticos cualquier intento de hacer frente a los problemas del país. Si bien la mayoría de los argentinos comparte tal punto de vista, esto no ha sido óbice para que haya hecho suya la actitud hacia el Fondo de Duhalde. En efecto, hasta los adversarios más vehementes de la gestión del bonaerense propenden a subrayar su disgusto por la "dureza" de Horst Köhler y Anne Krueger por querer forzarlo a emprender un programa de reformas auténticas que, desde luego, podrían perjudicar a los decididos a seguir defendiendo sus conquistas sectoriales.
En el exterior, son muchos los economistas que saben muy bien que el problema argentino es básicamente "político" y que el país no podrá comenzar a salir del pozo en el que se ha precipitado hasta contar con un gobierno que esté dispuesto a tomar las medidas necesarias para que pueda disfrutar de estabilidad financiera y crecimiento productivo. Lo que no entienden, empero, es que aquí escasean las personas que votarían en favor de un dirigente político consustanciado con la clase de medidas que en otras partes del mundo serían consideradas imprescindibles. Al fin y al cabo, el país no se encontraría en su situación actual si la mayoría hubiera protestado vigorosamente contra la irresponsabilidad de los acostumbrados a pasar por alto los límites fijados por la realidad económica. Antes bien, aquellos políticos que se animan a proponer reducir el gasto -o sea, "ajustar"- no tardan en verse satanizados como "neoliberales", un epíteto electoralmente mortífero que ha permitido a los populistas mantener a raya a todos los resueltos a manejar la economía con cierto rigor.
Tanto los "técnicos" del Fondo como muchos otros suponen que la mejor forma de ayudar a la Argentina consistiría en negarle ayuda financiera mientras se permita gobernar por personas reacias a comportarse como sus equivalentes de los países ya desarrollados o, en el caso de algunos de Asia oriental, que están reduciendo la brecha que los separa del mundo rico. En teoría, tal estrategia podría parecer razonable, pero por desgracia no hay señales de que la ciudadanía, aleccionada por un nuevo fracaso, haya optado por abandonar a los populistas que la han llevado a su condición actual. Por motivos patentes, el clima imperante a partir del colapso de la convertibilidad no ha sido nada propicio para los abanderados de la racionalidad. Asimismo, la evolución de las distintas candidaturas presidenciales se ha visto determinada menos por sus alusiones a la crisis económica o por sus propuestas destinadas a superarla que por factores mucho más nebulosos como el supuesto por su capacidad para inspirar confianza.
En otras latitudes, debacles como la protagonizada por Fernando de la Rúa primero y por Duhalde después han redundado en drásticos recambios al hundirse toda una clase política y surgir otra no meramente diferente sino también claramente menos corrupta y más seria. Es posible que esto suceda en la Argentina, pero no es del todo probable que se concrete este año. Además, no existe garantía alguna de que en el caso de que el PJ siga a la UCR al cementerio en el que yacen los movimientos políticos muertos, el vacío que se produciría se viera ocupado por un nuevo movimiento genuinamente modernizador. Por ahora cuando menos, pues, parece tan fantasiosa como cualquiera soñada por los populistas locales la estrategia favorecida por aquellos "realistas" en el exterior que proponen que se abandone el país a su suerte hasta que la mayoría decida impulsar reformas políticas que los socios del G-7 consideren precisas para que un programa de ayuda internacional tenga una posibilidad de lograr sus objetivos.
     
     
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