Martes 14 de enero de 2003
 

El último dictador

 
  A juzgar por casi todos los comentarios ocasionados por su muerte, el ex presidente de facto Leopoldo Fortunato Galtieri fue una figura decididamente exótica, un bufón habitualmente ebrio que nunca había disfrutado del apoyo de nadie, pero, de más está decirlo, la verdad es un tanto distinta. Si bien Galtieri se apoderó del país cuando el régimen militar ya mostraba síntomas evidentes de agotamiento, de suerte que a diferencia del general Jorge Rafael Videla tuvo que hacer frente a algunas manifestaciones de protesta, a pocos les pareció extraño que el comandante en jefe del Ejército se encargara de salvar el Proceso "profundizándolo" o, caso contrario, liquidándolo llamando a elecciones después de un intervalo digno luego de haber pactado con los líderes políticos principales. Por cierto, de haber resultado exitoso el intento de tomar las islas Malvinas, la empresa cuyo fracaso aseguró la caída definitiva del régimen, hubiera sido forzoso que transcurriera mucho tiempo más para que el país se enfrentara finalmente no sólo con el drama supuesto por las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, un tema fundamental que la mayoría prefería pasar por alto hasta que ya no quedaran dudas de que a los militares no les sería dado "solucionar" la crisis económica que, huelga decirlo, ya obsesionaba a todos los dirigentes del país, sino también con el problema gravísimo planteado por una cultura política claramente anacrónica.
El país aún se debe una "autocrítica" sincera acerca de las razones por las que durante medio siglo se permitió ser gobernado esporádicamente por dictaduras castrenses, pero no le será posible emprenderla mientras buena parte de la población, incluyendo al grueso de la "clase política", se sienta comprometida con los movimientos que desde hace tanto tiempo han dominado la vida pública. Es que Galtieri, sus excentricidades personales no obstante, fue un presidente bastante característico de una época en la que aún era considerado natural que civiles y uniformados alternaran en el poder, con estos últimos en el papel, que para muchos integrantes de mentalidad "nacionalista y popular" de la "familia militar" era antipático, de conservadores obligados por las circunstancias a reparar los daños provocados por los populistas peronistas o radicales recurriendo a los consabidos remedios "liberales". Se trataba de un esquema escapista que, al ahorrarles a los "políticos civiles" la necesidad de hacer un esfuerzo auténtico por entender las razones de la incapacidad del país para desarrollarse, contribuyó mucho a los desastres posteriores. Si bien gracias en buena medida al colapso espectacular del régimen castrense cuyo último jefe auténtico fue Galtieri, los militares por fin se sintieron constreñidos a abandonar la fantasía de que constituyeran una élite modernizadora, demasiados políticos continuaron pensando en términos propios de etapas anteriores por no haber comprendido que sus propios errores habían posibilitado la larga serie de dictaduras que tantos perjuicios habían provocado.
Con todo, el que ya antes de su muerte Galtieri, lo mismo que los demás jefes del Proceso, era tomado por un personaje totalmente atípico cuyo protagonismo sólo resultaba explicable en base de teorías conspirativas, ha sido de por sí un dato positivo por ser evidencia de que a pesar de todos los reveses que han jalonado casi veinte años de democracia a pocas personas decentes se les ocurriría sentir nostalgia por el pasado que encarnaba.
Asimismo, por haber sido tan estrepitoso el colapso del régimen, aquí los responsables de la guerra sucia no pudieron emular a sus equivalentes españoles, chilenos o brasileños -para no hablar de los cubanos-, que conservaron el poder suficiente como para frustrar durante años todos los intentos de investigar jurídicamente los crímenes perpetrados por sus dictaduras respectivas. Pero si bien el fracaso ignominioso del Proceso, que sería imputado a la irresponsabilidad e ignorancia del mundo exterior de la camarilla encabezada por Galtieri, sirvió para vacunar a muchos contra la tentación autoritaria, también les ahorró a "los políticos civiles" la necesidad de reconocer que por comisión u omisión ellos mismos habían estado entre sus artífices, asignatura pendiente ésta que un día tendrán que afrontar.
     
     
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