Domingo 12 de enero de 2003
 

Embrollo radical

 
  De no ser por el hecho de que el único partido auténticamente nacional que todavía nos ha quedado sea el PJ, el que, como es notorio, se mantiene unido por motivos electoralistas y además, últimamente, por el temor a que una ruptura formal desate una explosión de violencia gangsteril, la desintegración de la UCR preocuparía sólo a los afiliados. Al fin y al cabo, en otros países democráticos, partidos que en su momento eran muy grandes han degenerado en clubes privados sin que su virtual desaparición haya puesto en peligro a las instituciones porque siempre ha habido otros partidos en condiciones de tomar su lugar. Por lo demás, a esta altura es penosamente evidente que el radicalismo no está en condiciones ni de gobernar el país ni de plantear "soluciones" realistas para sus muchos problemas, tarea ésta que según parece no le interesa en absoluto, de modo que episodios como los supuestos por la rocambolesca interna que aún no se ha resuelto, la renuncia "indeclinable" de su presidente Angel Rozas y su reemplazo provisorio por otro gobernador provincial, Pablo Verani, no modificarán para nada el panorama político nacional.
Sin embargo, lo que está sucediendo en la UCR es sintomático de un proceso de descomposición que está afectando a todo el sistema político nacional. Por cierto, los radicales distan de ser los únicos que no hayan sabido, querido o podido evolucionar con los tiempos, adaptándose sin dificultades excesivas a los cambios e incluso tratando de anticiparlos. Tampoco han manifestado mucho entusiasmo por hacerlo los peronistas, los frepasistas, los socialistas o los seguidores de Elisa Carrió. Antes bien, lo mismo que la UCR, partidos o agrupaciones supuestamente nuevos ya se han aferrado a consignas anticuadas o, en el caso de ciertos peronistas, se han entregado al pragmatismo más burdo sin tomar demasiado en serio sus propios compromisos. Como consecuencia, a menos que acepten convertirse en nada más que maquinarias electorales sin otro propósito que aquél de acumular poder y dinero, nuestros partidos propenden a morir por su propio agotamiento, no por verse marginados a causa del surgimiento de otros de ideas más acordes con los tiempos que corren.
¿A qué se debe nuestra incapacidad calamitosa para formar partidos políticos que sean comparables con los existentes en otros países que, por arduo que les resulte, hacen un esfuerzo auténtico por adaptarse a las circunstancias imperantes por entender que la alternativa sería su propia extinción? Quizás el fracaso así supuesto sea atribuible en parte al carácter mesiánico de los dos movimientos más exitosos, el radical y el peronista, los que nacieron con la aspiración totalitaria de representar al país en su conjunto y que por lo tanto se acostumbraron pronto a exagerar sus pretensiones hasta extremos delirantes, modalidad que han asumido como natural casi todas las organizaciones políticas del país. Otro factor habrá sido la debilidad notable de lo que se ha dado en llamar "la sociedad civil". Si bien durante períodos a veces relativamente prolongados se han celebrado elecciones y han funcionado de modo al parecer satisfactorio instituciones como el Congreso, aquí la democracia nunca ha adquirido la fortaleza intrínseca que posee en algunos otros países, de suerte que han sido mucho menos orgánicos los vínculos entre la ciudadanía y los partidos que, como es notorio, no han tardado en transformarse en meros instrumentos en manos de alguno que otro "caudillo" que aprovecharía su poder para asegurarse la "lealtad" de quienes en efecto serían sus subordinados. Es que, mal que nos pese, la democracia supone mucho más que la voluntad de atenerse a ciertas reglas. Es una forma de vida que en última instancia es incompatible con el caudillismo, el populismo y la demagogia voluntarista: por mucho que respeten las normas escritas, provincias como Santiago del Estero, Catamarca y otros no son democracias cabales. A menos que la ciudadanía vigile incansablemente la conducta de sus "dirigentes", éstos no vacilarán en procurar independizarse, votándose privilegios sin límites hasta que un día vayan demasiado lejos y provoquen un estallido popular estéril que, si bien permitirá a la gente desahogarse, no cambiará nada.
     
     
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