Lunes 6 de enero de 2003
 

El precio del éxito

 
  Hace algunos meses, lo que más temían el presidente interino Eduardo Duhalde y otros miembros de su gobierno era que el peso se evaporara provocando una marejada inflacionaria incontrolable: según se informa, el bonaerense estaba a punto de renunciar cuando una multitud de ciudadanos desesperados se manifestó dispuesta a cambiar sus pesos por dólares a virtualmente cualquier precio. En la actualidad, empero, el ministro de Economía, Roberto Lavagna, se siente alarmado por la propensión del peso a seguir subiendo frente al dólar estadounidense, lo que a su entender lo privaría de un colchón cómodo que de conservarse le permitiría sobrevivir los próximos meses sin demasiadas dificultades, juicio éste que no está compartido por el presidente del Banco Central, Alfonso Prat Gay, que antes de comenzar su gestión habló de un tipo de cambio de 2,80 pesos por un dólar estadounidense, o el ministro de Producción, Aníbal Fernández, que estima que dadas las circunstancias uno de 2,30 podría resultar apropiado. Sea como fuere, de liberalizarse más el mercado de cambios, los guarismos propuestos por los funcionarios serían de interés meramente teórico porque el valor de la moneda se vería fijado por el mercado, el cual, es innecesario decirlo, no suele prestar mucha atención a las previsiones oficiales.
Pues bien: tanto aquí como en otros países, la tasa de cambio depende en buena medida de factores subjetivos. El que en los años últimos el dólar estadounidense se haya cotizado a un nivel que conforme a su poder de compra es excesivo se ha debido a que los inversores o especuladores han creído que les convendría más apostar al futuro inmediato de la economía norteamericana que a aquel de la europea o la japonesa, mientras que la caída reciente del valor del dólar ha sido atribuida al nerviosismo producido por la posibilidad de una guerra contra Irak. Del mismo modo, el colapso del peso en el curso de los meses primeros del año pasado fue provocado por la falta absoluta de confianza en nuestra economía que parecía estar destinada a precipitarse en un abismo. Sin embargo, al prolongarse el "veranito", los operadores han ido convenciéndose de que en el corto plazo por lo menos los peligros no serán tan graves, de ahí la "baja del dólar" que es de presumir complace a Prat Gay pero que claramente motiva el disgusto de Lavagna.
El ministro de Economía se ve ante un dilema un tanto extraño. Si realmente quiere impedir que el peso continúe acercándose a su valor "real", el que a esta altura podría encontrarse en las proximidades de 2,00 por un dólar, tendría que asegurar a los compradores y vendedores que el panorama sigue siendo tan incierto como era a mediados del 2002 porque sin una buena cuota de incertidumbre la cotización actual resultaría inexplicable. En el caso de que gracias a su manejo la economía evolucionara bien, empero, el peso no podría sino hacerse más fuerte. Y de difundirse la impresión de que la Argentina, aleccionada por sus experiencias traumáticas, ya habría iniciado una etapa de recuperación que resultaría ser mucho más vigorosa de lo que cualquiera hubiera previsto, no tardaríamos en encontrarnos con un peso tan sobrevalorado como según muchos estaba antes del desmoronamiento de la "convertibilidad" porque los inversores locales y extranjeros, conscientes de que las perspectivas ante Estados Unidos, Europa y el Japón distan de ser favorables, estarían más que dispuestos a aprovechar las oportunidades.
No es nada probable que Lavagna considere tan importante para sus planes la debilidad del peso que procurara mantenerla atentando contra la economía con el propósito de hacer pensar que nunca podrá reanimarse, de suerte que tendrá que resignarse a que cuanto mejor sea su propia gestión, más barato será el dólar. Mal que les pese al ministro y a muchos empresarios, sin controles rígidos que de todos modos funcionarían mal y que motivarían protestas en el exterior, el célebre "dólar recontraalto" que tanto les gusta es un producto característico del fracaso mientras que disfrutar del privilegio acaso indeseable de tener una moneda que conforme a muchos criterios debería costar decididamente menos supone que en opinión de "los mercados" la economía responsable de la anomalía así supuesta es excepcionalmente promisoria.
     
     
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