Miércoles 22 de enero de 2003

 

Lanzar los dados

 
  Terminé por reconocer que salgo todos los días a trotar no por cuestiones de salud sino para continuar soñando. Por un rato, tan largo como puedan procurarlo mis piernas y mis pulmones, me quedo sin respuestas ante las odiosas preguntas que, desde el segundo en que me levanto hasta que me duermo con la televisión prendida, debo contestar.
En ese momento sagrado imagino que soy yo en otro escenario donde las cosas se dan apenas un poco más fácilmente que en la realidad. Me dedico a concretar en un universo paralelo proyectos fugados hacia un futuro mentiroso.
Detesto las rutinas. Y aun a costa de mi propia seguridad económica y los ceños fruncidos de quienes confían en mí, he conseguido mantener un promedio aceptable de cambio. Mi sed de novedades, sin embargo, ha ido acompañada de una creciente preocupación por la muerte. Una cosa me lleva a la otra. La segunda empuja el carro de la primera.
Un personaje invisible, pegado al oído, me recuerda que el reloj de arena sigue su marcha y que mis respiraciones están atadas a su cascada silenciosa.
Creo en la reencarnación y también en que ésta es la única oportunidad de hacer mi voluntad. No tiene ningún sentido esperar. Estoy hasta el moño de las voces que claman prudencia. A Juan Prudente y a Pedro Seguro, se los llevaron presos. Tal vez el segundo que trascurre antes de la próxima letra sea el último. Luego vendrá la inconsciencia. La nada. La luz de Víctor Sueiro. Lo mismo da, será la muerte y yo no seré.
En esos trotes cotidianos bosquejo un cielo atravesado por cometas. A un grupo de gente alrededor de una chimenea. Amor sin mapas. Conozco al menos a una persona que ya se ha ganado ese derecho y escribe unas cartas ácidas y divertidas desde Las Grutas. De tanto buscar ha encontrado. Mis respetos.
Los sueños tienen sus propios conflictos; la diferencia -doctor- es que en ellos estoy, realmente estoy, resolviendo el asunto. Mi jodido asunto. Porque hasta hoy mi vida ha sido dar rodeos y sobre todo dar la pelea. Pelearla para no terminar en la calle. Y créanme, el día en el que conocí el sabor del desamparo supe que había un delgada pared entre esa miseria y mi digna clase media. Libros, canciones y amores han sido el consuelo en la tormenta.
Un bostezo les dedico a los Budas de barrio que con los ojos dados vuelta te cantan la posta. Me conformo con tener en claro que la mía no es la suya. Para continuar metido en este universo nada necesito, salvo la sed interna que me exige continuar.
La semana pasada escuché a uno del palo decir que había que dejarse de telenovelas. "Hay que quitarle drama a la vida", explicaba. ¡Qué imbécil! Da la casualidad de que este culebrón venezolano, sin rating, ¡lo protagonizo yo y ya no me quedan lágrimas!
Cuando me veo en un espejo, reconozco a un viejo boxeador de esos a los que no admiten en ningún festival y aun así insisten con seguir regalando espectáculo.
Cansado, con esta mirada oscura, fea con la que nací, todavía me siento capaz de lanzar los dados. Ahí van.
Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar
   
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