Sábado 11 de enero de 2003

 

El piano, este amante voraz

 

Bruno Gelber es uno de los mejores pianistas del mundo. En su vida ha debido superar situaciones de extremo dolor. Aun así, ha seguido adelante. Pasa hoy por un momento de plena madurez, una verdad que se refleja en la sabiduría de sus palabras. "Cada vez más siento que si uno no se dedica a aquello para lo que nació, está más cerca de estar muerto que vivo", dice en esta entrevista exclusiva con "Río Negro".

 

El pianista Bruno Leonardo Gelber nació en Buenos Aires, en una casa de la calle Manuela Pedraza. Durante trece años fue alumno del maestro Vincenzo Scaramuzza. A los 19, partió rumbo a París, para proseguir con sus estudios de piano tras ganar una beca del gobierno francés. En la capital francesa vivió treinta años. En los tres primeros ocupó el cuarto 17 de la Fundación Argentina, en la Ciudad Universitaria. Allí seguiría la historia de uno de los artistas argentinos contemporáneos más exquisitos en su género.
Los techos altos, los pisos rojos encerados y un piano ubicado en el subsuelo de la residencia estudiantil parisina, fueron para Gelber el nuevo entorno. Atrás, los recuerdos de su casa modesta de la infancia en la que se respiraba música todo el tiempo. Y aunque ya no volvió a ella, nunca olvidó que fue ahí donde se forjó como pianista a través de las primeras clases que le impartió su madre, y también como concertista, gracias a la enseñanza de su padre. En esa casa "apentagramada", sus piernas inmóviles por la poliomelitis no fueron motivo para que sus manos descansaran sobre el piano.
Años más tarde, en el ocaso del siglo veinte, quien es considerado uno de los mayores exponentes de la obra de Chopin y Beethoven, fue nombrado entre los cien mejores pianistas del siglo.
Sin embargo, Bruno Gelber no es mejor artista por haber crecido en medio de circunstancias dolorosas que le tocó afrontar. Detrás de este hombre, generoso y dotado de una gran sensibilidad, hay toda una vida dedicada a la música. La profesión que eligió es una entrada en religión, es un amante voraz, una eterna soledad.
Visitante asiduo de Copahue, Gelber, recibió aquí a "Río Negro". Reconoció tres momentos difíciles que marcaron profundamente su existencia: la polio que lo afectó de pequeño; la muerte de su madre, cuando comenzaba a disfrutar del reconocimiento internacional, y el accidente de auto que sufrió hace dos años llegando a la villa termal neuquina y en el que peligró una de sus manos. "Nada me impidió seguir", dijo. "Y aunque los pensamientos más oscuros aparecieron en cada una de estas situaciones, comprobé que no podía detenerme. Que no hay razón para dejar mi vocación. Es una pasión irremediable. Se sigue con ella como motor de la vida, o directamente, se muere".

La intensidad y la vocación como camino

Y no hay dudas de que está vivo. Su trayectoria suma aproximadamente cinco mil conciertos en todo el mundo. No le queda país por visitar. Mientras el lector sigue las líneas en este sábado vernáculo, Gelber acaba de llegar a España para presentarse en Madrid, Murcia, Valencia y Zaragoza. Luego volará a Mónaco, su lugar actual de residencia, y seguirá viaje a los pocos días hacia Japón. Es el vigésimo viaje que realizará al país oriental, para actuar en Tokio y Osaka.
-¿Siente que ahora disfruta más que antes sus conciertos?
-No, para nada. Creo que el estado de gracia es uno; que los momentos son todos diferentes. La inspiración es el extremo de la felicidad. Pero no está presente en todos los conciertos; hay que buscarla, trabajar duro. No puedo hablar de inspiración divina si no estudio las ocho horas diarias, o si llevo una vida de trasnochadas. Cuidar mi cuerpo es cuidar el elemento por el cual me expreso.
Toda mi vida la dediqué a esta carrera. Los pocos minutos de felicidad que me da un buen concierto, valen más que las miles de horas que estudié la obra. Lo tremendo de nuestra profesión es que no se mide por los títulos que podemos tener, sino por cada examen que debemos pasar al actuar. Hay tres partes que deben estar íntimamente ligadas para que todo resulte: la física, la espiritual y la intelectual. Cuando confluyen, el artista habrá hecho suyo el concierto. De todas maneras, nunca es igual. En el arte dos más dos no son cuatro. El arte es como el amor: uno no se enamora siempre de la misma manera. Es un estado de tal conmoción, de tal fluidez, que casi siempre es un sueño distinto.
-¿Hay algo que haya marcado un antes y un después en su carrera?
-Lógicamente, la vida te va enseñando muchas cosas. Cada momento tuvo su punto de importancia en mí, con sus alegrías y sus sufrimientos. La existencia misma te va forjando. Eso no quiere decir que con los años uno sea mejor o peor artista. En mi caso no creo que exista un momento de apogeo. En el piano tenemos la suerte de no vivir esa declinación como puede suceder en otros ámbitos del arte. Arthur Rubinstein o Claudio Arrau, siguieron con sus conciertos sin tener en cuenta la edad. Particularmente estoy viviendo una linda época, de plena madurez. Conozco bien las obras, no me siento aburrido de ellas. Al contrario, agradezco a Dios poder ser un mensajero de este arte.
-¿La paz interior de la que tanto se habla en estos tiempos, está ligada con la madurez?
-No creo que la madurez sea sinónimo de paz interna. ¿Quién dijo que todos a los cincuenta o sesenta años llegamos a un estado de serenidad y de calma? Hay mucha gente que de grande es más corrupta, más nefasta que cuando era chica. Una persona mayor no es garantía de ser una fuente de agua divina. Es un trabajo diario. Hay que hurgar mucho en el interior de cada uno para ser mejor. Las angustias están presentes tanto en un niño como en un adulto.
-¿Cómo convive su arte con este mundo de tantos sobresaltos?
-Yo trabajo mucho con mi interior, lo sabés bien. Ya dije que mi herramienta es mi cuerpo. Si yo no estoy bien, no sirvo para nada. Me cuido cotidianamente de las cosas que pueden afectarme. No vivo adentro de una burbuja, pero trato de preservarme. Elijo muy bien la gente que me rodea; me informo sobre los lugares y sus problemas. Las noticias las escucho una sola vez y listo. No estoy el día entero escuchando sobre la misma desgracia. Siempre me gustó salir, pero jamás encontré placer en la sordidez. Ya lo decía Leonardo: "Tenemos que limpiar nuestro espejo para que siempre sea limpio y brillante".
-Cuando tuvo el accidente de auto hace dos años, que afectó a su mano, ¿qué pensó?
-Tuve las ideas más oscuras del mundo. Pensé hasta en suicidarme. Me pregunté por qué. Recuerdo que mi profesora de yoga me dijo: un día vas a tener la respuesta, pero ahora no intentes averiguarla. Una vez más aprendí que podía salir adelante, que podía trabajar sobre ello. He sido golpeado muchas veces en mi vida. Sin embargo hay tres momentos claves en mi existencia. Primero, la poliomelitis que tuve cuando era un niño; luego, la muerte de mi madre, el dolor más grande. No fue tanto su muerte la que me golpeó, sino su deterioro. Sentí que no podía hacer nada para frenar esa lucecita que se iba apagando. Y bueno, por último, el accidente de auto.
-¿Se imaginó su vida sin volver a tocar el piano?
-Sin el piano no voy a estar nunca. Ni aun de niño frené mi vocación, mi dedicación entera a él. Si me hubiera pasado algo en las manos, seguiría abocado a la enseñanza, que es otro placer que tengo. A los ocho años tuve mi primera alumna. Era una vecina que yo preparaba y que estudiaba con mamá. Tenía veinticinco años. Agradezco a Dios que no me cortó esta mano de golpe, porque aún tengo mucho para dar. Si bien no tuve una vida tranquila, la base sí fue una maravilla: haber nacido dotado para esta vocación. Cada vez más siento que si uno no se dedica a aquello para lo que nació, está más cerca de estar muerto que vivo.
-¿Qué hay de su familia?
-Fue otra maravilla. Nací en el hogar justo, con padres estupendos. Papá era violinista del Colón y mamá, una de las maestras de piano más importantes de Buenos Aires. Era una casa donde sus dos pilares fueron mi ejemplo de estudio y dignidad, de amor por lo que hacía. Es paradójico, pero ellos no querían que fuera músico. Con el tiempo, cuando empezaron a ver que aun estando inmóvil por la polio seguía adelante con mi vocación, ya no se resistieron. Mi papá fue quien me enseñó a ser concertista. Cada visita que llegaba a casa, era motivo para que tocara.
-¿Por qué influyó tanto su madre en su carrera?
Porque fue quien estuvo desde mis comienzos. Ella me hizo pianista. Es el eje de mi existencia. Sigue siendo mi pilar aún hoy, aunque de manera diferente a lo que era. Cuando falleció no aprendí muy bien a vivir sin su presencia física. Nunca la reemplacé, fue un amor que se fue y... se fue.
-¿Cómo se lleva con el tiempo?
-La vida es tiempo. Con esto no invento nada, quiero decir que simplemente transcurro. Sería muy tonto ignorar que el día tras día, la cotidianidad, es la suma del tiempo. Cada momento tiene su interés, hasta la paranoia de envejecer, de deteriorarse.
-Cortázar decía haber vivido cada momento con idéntica fuerza. Cada momento para él fue trascendente. ¿Con usted sucede lo mismo?
-Vivo de manera apasionada. La pasión que pongo en cada relación personal, en mi arte, en lo que sea, me lleva a tener momentos de dicha y momentos de angustia. La entrega no es una virtud, es una característica que tenemos los seres humanos. Cuando se vive con esta fuerza de la que hablaba Cortázar, es cuando se tocan todas las gamas de la existencia.
-¿Tal pasión lo ha llevado alguna vez a lindar con la locura?
-No, para nada. Soy una persona con un gran sentido de desdoblamiento. Siempre fui muy lúcido, aún en los momentos álgidos de pasión. Jamás perdí la cabeza como para no recordar lo que hice o lo que dije.
-¿Qué piensa del amor?
-Pienso que es un sabor inefable y que en mi vida lo conocí muy bien. Desgraciadamente creo que no es algo que perdure. Perduran otras cosas, pero no el amor de pareja. Ese estado de embriaguez tiene siempre un límite, si no nos mataría. El amor es un estado de enceguecimiento, pero que en mi caso nunca me hizo perder la lucidez. Desgraciadamente soy demasiado racional, pero siempre hay un resto como para no vivir a base de logaritmos. Me gusta pensar, por ejemplo, en los misterios de la gente, en los míos, en los que nos llevan a descubrirnos cada vez que nos miramos.

El valor de la palabra

Desde pequeño, el maestro Bruno Gelber visita Copahue ya que su padrino, el doctor Zani, fue el primer médico de la villa. Casi siempre llega con los últimos soles de diciembre, para recibir el año nuevo. Su experiencia en los baños termales atrajo a otros visitantes conocidos como Julio Bocca, Lino Patalano, Cecilio Madanes, Amelia Bence, Hedy Crilla, Delfina Mitre, Katya Zorc, Hebe Zani, y nombres de la nobleza del mundo. Según algunos de estos seguidores de las aguas curativas, sólo Copahue y unas termas del Japón poseen nueve tipos de agua.
El pianista, mediante un decreto provincial, fue declarado embajador honorífico de Copahue ante el mundo, en un acto modesto que se llevó a cabo en el pueblo. Allí, el nuevo director provincial de Termas, Alberto Raisig, le hizo entrega de una placa y lo más importante (según el propio Gelber): la promesa de sacar adelante este lugar con el funcionamiento de buenos servicios, el más preciado en su tipo en toda Latinoamérica, pero paradójicamente, el menos desarrollado.
-¿Qué opinión le merecen los reconocimientos, las placas, los premios?
-Soy una persona que cree más en la palabra de los hombres que en los premios o distinciones que pueden darme. Será por eso que, si bien agradezco este gesto de la provincia del Neuquén, prefiero creer más en la promesa de su director de que Copahue puede cambiar en la medida en que se ocupen en transformarlo de una vez por todas.
-¿En cuanto a su música, siente el mismo reconocimiento en su país que en el extranjero?
-No soy de los que llevan una balanza. Soy una persona que goza en su país de un grado de afecto y popularidad. Es muy difícil trascender en la Argentina con este género ya que es absolutamente impopular.

El misterio del artista

Los nuevos talentos que trabajan arduo en esta disciplina, son algo que interesa al maestro Bruno Gelber. Tal es caso de Emilio Peroni, un joven neuquino, ejemplo de disciplina y tenacidad y que por estos días sigue su formación en Alemania. Como Emilio, hay miles de jóvenes que en distintas partes del mundo están abocados al estudio, a su presentación en concursos. Suelen llegar hasta los conciertos de Gelber para conocerlo, o pedir unos minutos de su atención para ser escuchados. "Se estudia el piano de manera espléndida en cualquier lugar. Siempre hay alguien para ayudarnos a dar los primeros pasos. Hay gente nueva con mucha fuerza que viene surgiendo. Esto es una rueda que no para", afirmó el pianista.
-¿En qué se diferencia este momento (para los jóvenes) del que tuvo usted cuando comenzó?
-Hoy en día hay muchos más concursos. Las promociones y los medios de comunicación están al servicio de la figura que descolla. En la actualidad el artista puede ser famoso de una semana a la otra. Sin embargo, la solidez que te dan los años de ser conocido es otra cosa. Ahora, cada quinientos metros hay un concurso. Ganarlos sigue siendo un buen pasaporte para la carrera de cada uno. De todas maneras, este éxito mediático suele ser efímero.
-Lo contrario de lo que sucedió con Marta Argerich y usted.
-Totalmente. Nosotros fuimos conocidos desde niños. Y eso que en ese tiempo la televisión no oficiaba de trampolín de nadie. Eran épocas de mucha paciencia, de gran concentración en lo de uno. Tal vez esto hizo que Marta y yo trascendiéramos las épocas y sus modas. No soy de los que piensan que todo tiempo pasado fue mejor, simplemente digo en qué se diferenció nuestro trabajo lento y progresivo al de estos "éxitos" meteóricos, de los que desconfío.
-¿Cuál es su opinión sobre la música tecnificada?
-Las máquinas no llegan a suplantar lo que es la presencia y el misterio que emana del artista cuando está sobre el escenario. No se ha hecho nada por ahora, por suerte, que logre reemplazar el magnetismo de ese ser. Hoy pagaría lo que sea por volver a ver a María Callas entrar al escenario, dar la media vuelta e irse. Una mujer que no veía nada, muy miope, pero que lograba electrizar a la platea; eso no se ha superado. Aunque suene doctrinal, el artista, -en este caso, el músico- tiene el don único de poder reflejar lo sublime de la inspiración de los genios, a través de su transparencia.
-¿Cree que hay intereses creados para que nunca trascienda esta música?
-No, lo triste es que ni siquiera la tienen en cuenta. Estamos en un sistema manejado por criterios comerciales y lo lógico es que otras músicas, con un fuerte aparato que las protege, logren la masificación. Pero yo igual sigo, no me siento un segregado, amo esta música y a la gente que la reconoce. Creo que es necesario seguir, y más cuando hay tanta miseria en el mundo. Como artista he logrado aprender a equilibrar esto. No quiero decir que no me llegan las cosas, sino que tener conciencia de las cosas es una forma de cuidar mi alma y llevarla con toda su luz y su fuerza para donde se la necesite. Estar bien para tocar el piano es mi manera de ayudar al otro.
-¿Qué opina de la crisis argentina?
-Vivo afuera del país desde que tengo 19 años, pero eso no quiere decir que no esté informado de lo que sucede aquí, de que hay niños que han muerto de hambre, que hay jubilados con sueldos miserables. Siempre voy a estar del lado de los que sufren. Desde que tengo uso de razón, este país vive en crisis. Una crisis que no es sólo porque hay gente que vive en la miseria, sino porque hay otros que viven en la abundancia. Me duele corroborar que el dicho tan lindo de que "El sol sale para todos", a veces falla.

Oscar Sarhan

   
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