Lunes 23 de diciembre de 2002
 

Año 2001: el naufragio final de los partidos políticos nacionales

 

Por Gabriel Rafart (*)

  Los años ochenta hicieron a la refundación de los partidos políticos en la Argentina. Fueron tiempos donde sus dirigentes hablaban el doble lenguaje de la nación y de lo social. Radicalismo y justicialismo se entendían desde la construcción democrática. También la defensa de los derechos humanos fue incluida en sus agendas bajo la vigilante mirada de una sociedad dispuesta a identificarse con aquellos interlocutores políticos que dieran muestra de fe por pensar una Argentina sin genocidas ni más genocidios. Acompañaba a la distancia un coro de partidos pequeños, de izquierda, derecha y centro, en permanente competencia por quién podía romper el pesado bipartidismo de nuestro sistema político. Si bien grandes y pequeños se articularon como expresiones nacionales, en muchas provincias los partidos locales demostraron que su emergencia y continuidad no dependía exclusivamente de un pasado de raíz conservadora o de aquellos tiempos donde el peronismo excluido del juego político había sido obligado a fundar entidades neoperonistas. Hacia 1983 había motivos suficientes y maquinarias aceitadas para hacer que éstos lograran hacerse de algunos de los nuevos gobiernos provinciales, tal los casos del partido de los Sapag en Neuquén y el autonomismo correntino. También ciertos liderazgos de partidos nacionales en las provincias daban cuenta de la inversión de la lente con la que siempre se miró la política en estos escenarios. En efecto, desde 1983 en Río Negro, San Luis, Santiago del Estero, La Rioja, etc., se presentaron radicales y peronistas que avanzaban y retrocedían sobre el escenario nacional a modo de partidos de clivajes provinciales.
Durante los noventa los partidos políticos adquirieron rango constitucional. Los incentivos auspiciaban a aquellas maquinarias partidarias suficientemente difundidas en el escenario nacional. Un centenario partido radical y un menos longevo justicialismo, con firmes jefaturas nacionales y poderosas estructuras, fueron los principales beneficiarios. Paradójicamente, cuando logran su "constitucionalización" y la pretendida consolidación de una lógica bipartidista, son parte del naufragio. Es cierto que ríos y mares comenzaron a crecer sin control desde los tiempos de la primavera democrática de Alfonsín haciendo que las barcazas de algunos de los partidos políticos navegaran al borde de la tragedia.
Durante la década final del siglo que se fue, el PJ menemista se sentía demasiado cómodo en el poder para pensarse a modo de tripulante de una balsa sin brújula y sacudida por un oleaje inmanejable. Es que fue ese PJ el que dinamitó varios de los diques que contenían las inmensas aguas. Al principio sin rumbo, luego de manera abrupta, se decidió por inundar lo nacional y lo social abrazando políticas y prácticas de una derecha neoliberal y conservadora. Su alianza desmedida con el establishment le dio al peronismo una nueva carta de ciudadanía. Hasta entonces el justicialismo era el partido de los sindicatos, con una tradición autoritaria popular. Era el partido de la gente pobre. Era el partido de lo nacional y popular. Sin romper con este imaginario y de hecho sin abandonar su base social para afrontar el juego electoral, el justicialismo bajo la jefatura menemista logró algo impensado durante mucho tiempo en la Argentina: la inclusión del mundo plebeyo peronista en el horizonte y mucho más, bajo el mando del campo "oligárquico". El Partido Justicialista fue víctima y victimario. Responsable del desborde de las aguas, fue el segundo navegante sin rumbo de los primeros tiempos del naufragio.
Sin advertirlo, creyéndose a salvo, el inmenso océano había llegado al segundo de los grandes partidos nacionales. Es cierto que para gran parte de la UCR el naufragio se había iniciado cuando no supo afrontar el dilema entre ética, gobernabilidad y eficacia en la conducción de los asuntos económicos de los tiempos del Punto Final, Obediencia Debida y el Plan Austral. Después de una década de repliegue y fracasos electorales, la emergencia de una tercera fuerza proveniente de la reunión de restos peronistas y desagregados de izquierda y propios le dio una nueva oportunidad a un radicalismo que había plantado bandera de sobreviviente en ciertos islotes provinciales. Algunos radicales supieron mantenerse a flote y, coaligados con el Frepaso para las nacionales de 1999, parecían haber hallado la manera de salvar de la crecida su ropaje partidario. Pero la Alianza ganadora indiscutible de las presidenciales era parte de los náufragos. El navegar en un gigantesco mar de aguas turbias de inequidad y corrupción de la política argentina había moldeado su comportamiento. Es que el nuevo liderazgo estaba basado en una imagen fantasiosa de modernidad, eficacia y ética que nada tenía que ver con los últimos setenta años de historia radical. Hoy se tienen dudas de que el partido radical en su larga duración haya ostentado demasiada virtud cívica republicana. El radicalismo es una maquinaria que, honradas las excepciones, apostó menos por la institucionalización republicana y democrática y sí por el pragmatismo, o más crudamente por un cínico oportunismo. Es que como partido de gobierno, en los tiempos de Alfonsín, después refugiado en algunos distritos provinciales, había hecho escuela en muchos de sus dirigentes eso de vivir no tanto "para" la política, sino "de" la política. Las posiciones ocupadas en los municipios, las legislaturas y ejecutivos provinciales fueron muchas veces pensadas como fuentes "de ingresos". La gestión De la Rúa fue la consumación de estas prácticas.
El Frepaso, imaginativo y expectante de la ética pública, de la intransigencia frente a la corrupción, de una proclamada equidad distributiva y legalidad jurídica, no quiso ver que su socio radical aún no había logrado secar sus ropas y menos limpiarlas de las aguas turbias de los noventa. Sólo le preocupó desalojar al justicialismo de Menem de la presidencia. Por eso es que el primer ahogado del naufragio fue Alvarez y su Frepaso y no la UCR de De la Rúa.
Para fines del 2000 el agua ya había superado por igual el largo cuello de los partidos nacionales. El 2001 fue el año que los dejó definitivamente a la deriva, habiendo arrojado alguno que otro trasto para quienes supieran mantenerse a flote. El naufragio de la racionalidad política avanzó sin miedo en ocasión del acto electoral del 14 de octubre. Resultó incomprensible la alquimia operada para ese momento: el principal opositor a la política del gobierno era el propio radicalismo de la mano de Alfonsín, Terragno y Moreau; el ministro de Economía, el otrora exitoso Domingo Felipe Cavallo con un poder equivalente al de un primer ministro era jefe político de huestes aliadas al justicialismo, primer partido de la oposición. Nunca el cuadro político argentino había demostrado tanta complejidad. El resultado de semejante expresión caricaturesca de la política de partidos fue la hecatombe electoral de ese 14 de octubre. Dos meses más tarde las aguas turbias de la inundación hicieron naufragar las últimas balsas de los partidos nacionales.
A un año del naufragio, como siempre, algún resto de la catástrofe queda a flote. Quienes supieron navegar en medio de las tormentas ahora timonean sus precarias embarcaciones sobre aguas que por largo tiempo sabrán a inmundicia. Son los partidos que asientan su fortaleza en lo local, en lo provincial. De hecho radicales y peronistas, ya sean rionegrinos, puntanos, riojanos, santiagueños o chaqueños, viven la identidad que nunca olvidaron dada por su carácter de partidos de provincias. Los componentes de las maquinarias nacionales hicieron lo que hacen los náufragos cuando pierden todo rumbo solidario: tirar por la borda a los débiles. Parece que transcurrido un año de aquel diciembre del 2001 nadie piensa en hacer política de partido para igualar, proteger, expresar, representar a la ciudadanía.


(*) Profesor de Derecho Político UNC
     
     
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