Viernes 20 de diciembre de 2002
 

El default político

 

Por James Neilson

  Los políticos criollos distan de ser los únicos que han hecho del principio "roban pero hacen", conforme al cual será mejor permitir a los grandes benefactores de la humanidad fijar sus propias reglas a la hora de repartir los premios materiales y privilegios disponibles, una fuente al parecer inagotable de poder y riquezas. La verdad es que todos -guerreros tribales, sacerdotes, señores feudales, monarcas y plutócratas, para nombrar sólo a algunos- siempre lo han hecho. Lo que sí cambió a través de los siglos ha sido la voluntad de los demás de cohonestar sus pretensiones. Cuando se disemina la convicción de que el aporte de un grupo determinado es inferior al prometido, no tardarán en producirse rebeliones por parte de los resueltos a desplazarlo en favor de otro. Así, pues, en Irán están proliferando los enemigos de los mullahs que señalan que los frutos de la revolución islámica han sido decididamente magros. Aquí, la incapacidad patente de los políticos para "hacer" algo que sea valioso ha estimulado el reclamo muy lógico de "que se vayan todos".
En el "Primer Mundo", los problemas económicos que surgieron al frenarse el largo boom estadounidense desataron un sinfín de críticas contra la costumbre de los jefes de las grandes empresas no sólo norteamericanas sino también europeas de otorgarse salarios multimillonarios incluso cuando las pérdidas están agigantándose. Mientras todo iba viento en popa, no había demasiadas protestas porque, al fin y al cabo, parecía que los héroes que manejaban las multinacionales realmente estaban creando bienestar a una velocidad vertiginosa, teoría ésta que los propagandistas alquilados se empeñaban en difundir. Ya que los resultados se han hecho menos impresionantes, la sociedad cambió de opinión.
Pues bien, algunos igualitarios dogmáticos aparte, virtualmente todos concuerdan en que quienes dan más beneficios a la sociedad deberían recibir más, aunque convendría que hubiera ciertos límites porque de lo contrario los considerados exitosos se apropiarían de una proporción a todas luces excesiva de lo que hay. Es lo que ha sucedido en Estados Unidos, donde en los años últimos los ricos se las ingeniaron para alejarse del resto de sus compatriotas que, si bien viven con más comodidad que los habitantes de países menos opulentos, no vieron mejorar mucho su nivel de vida. Hasta hace muy poco, la mayoría se negaba a dejarse preocupar por la brecha porque suponía que era "natural" que los responsables de la cornucopia embolsaran la parte del león. De ser breve el intervalo entre el auge que ha terminado y el próximo, los "ganadores" no tendrán por qué inquietarse. De producirse un bajón auténtico, en cambio, se verán constreñidos a devolver cierta cantidad a quienes se crean defraudados.
Acaso el motivo fundamental por el que tantos políticos, además de los sacerdotes y muchos militares, odian el "liberalismo" con toda su alma consiste en la conciencia de que en un orden en el que "el mercado" se encargara de distribuir los premios, ellos mismos quedarían con las manos casi vacías. Sin el poder físico de obligar, las instituciones mediante, a sus conciudadanos a darles dinero, muchos compartirían el destino de los caídos de la clase media. Si el sistema impositivo fuera totalmente y no sólo parcialmente voluntario y, para colmo, si los contribuyentes pudieran decidir a cuáles rubros aportar, el país no tardaría en verse privado de los servicios de todos aquellos políticos, militares y religiosos que no estarían en condiciones de costear sus propias actividades.
Ocurre que no puede existir ningún consenso en torno de la mejor manera de estimar el valor monetario de los distintos aportes. Todo depende de los mitos en boga y éstos son intrínsecamente subjetivos. Podría argüirse que los escritores argentinos han hecho más por el prestigio de su país en el mundo que todos los militares, políticos y empresarios habidos y por haber, pero nadie pensaría en entregar a los literatos aún vivos una suma que correspondería a tamaña contribución a menos que emplearan sus talentos para persuadir a la gente de que colmarlos de riquezas en tiempos de pobreza serviría para asegurarle al país un papel protagónico en el escenario internacional. Hasta que esto ocurra -y en ciertas épocas los creadores artísticos sí han logrado convencer ya a príncipes, ya a gobiernos democráticos, como el francés y el alemán, de que era de su interés o, cuando menos, su deber privilegiarlos- la mayoría de los escribidores locales seguirá trabajando gratis. Asimismo, los docentes, integrantes de otra colectividad cuyo aporte hipotético al conjunto es exaltado a diario de forma empalagosa, tendrán que conformarse con ingresos relativamente exiguos, realidad que no se modificará mientras predomine la creencia de que en la Argentina el éxito es producto de la astucia, conexiones provechosas o la suerte, no de una buena educación.
La incidencia en el ánimo del electorado de las denuncias por la corrupción, las que ya proliferaban en la fase final de la gestión de Raúl Alfonsín para entonces multiplicarse en el transcurso del decenio de Carlos Menem, siempre ha tenido menos que ver con su eventual verosimilitud -casi todas las denuncias fueron juzgadas plausibles- que con el estado de la economía. Cuando ésta parecía andar bien, el que quienes las formulaban eran opositores al gobierno de turno fue considerado explicación suficiente: contraatacar hablando de "campañas" a fin de politizar el asunto aseguraba que ni siquiera los misiles más potentes hicieran mella en el carapacho de una corporación firmemente comprometida con la compraventa de favores. Al deteriorarse la condición del país en su conjunto, empero, el rencor producido por la corrupción se intensificó tanto como el interés de otros sectores por "los costos de la política". En efecto, como muchas élites militares, sacerdotales y empresarias en otros tiempos y en otros lugares, la conformada por la "clase política" se ve acusada de haber violado un contrato tácito con el resto de la sociedad. Puesto que no tiene ninguna posibilidad de cumplir con su parte, tarde o temprano le será necesario declararse en bancarrota.
Se trata de una operación que no sera fácil, pero que quizás resulte menos difícil que la planteada por el default económico. Este supuso enfrentarse con grupos poderosísimos que se manejan según normas que son radicalmente ajenas a las respetadas en América Latina, pero los problemas ocasionados por el default político se resolverán puertas adentro. Mientras que las razones esgrimidas por los voceros argentinos, oficiales o no, suenan incomprensibles a sus interlocutores extranjeros que a menudo brindan la impresión de no entender nada, de ahí el tragicómico diálogo de sordos que están celebrando los duhaldistas con el FMI, los políticos y la gente comparten las mismas tradiciones retóricas y por lo tanto deberían poder entenderse. Sin embargo, a pesar de ser productos de una cultura común, parecería que la incomprensión mutua está abriendo un abismo entre las dos partes debido a la resistencia del grueso de los políticos a adaptar su discurso a las nuevas circunstancias. Aunque la miseria creciente ha supuesto que son cada vez más los que intenten salvarse aferrándose a alguno que otro aparato clientelar, la escasez de fondos impide que "los dirigentes" aprovechen a pleno esta modalidad que en otras etapas les ha reportado resultados tan satisfactorios.
Los militares pagaron por el fracaso de su régimen con su propia expulsión ignominiosa de la junta corporativa que gobierna el país: como "poder fáctico", hoy en día las fuerzas armadas pesan menos que la Iglesia. Pero si bien una sociedad puede funcionar adecuadamente sin militares o sacerdotes, no podrá hacerlo sin políticos, de modo que por fuerte que sea la voluntad de castigarlos por sus deficiencias no será posible que sean tratados como los miembros de otras élites antes muy poderosas. Aunque todos los políticos actuales terminen en el basural de la historia, otros surgirán para tomar su lugar. ¿Serán distintos o, como los seres de algún relato mitológico, idénticos a ellos? De más está decir que esto dependerá por completo del electorado soberano, el que en última instancia posee el poder necesario para redactar un nuevo contrato y forzar a los políticos a firmarlo, pero que hasta ahora siempre ha sido asombrosamente crédulo y en consecuencia muy fácil de engañar, razón por la que es poco probable que los próximos comicios sirvan para que se inicie la gran limpieza. De seguir siendo tan pobre el desempeño de los políticos actuales, empero, no sorprendería que las elecciones siguientes arrojaran resultados que fueran incomparablemente más drásticos.
     
     
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