Viernes 6 de diciembre de 2002
 

Nuevo orden y viejas mañas

 

Por Roberto Bobrow

  La espectacularidad de la crisis financiera argentina con su secuela de marchas, piquetes y cacerolazos dejó en sordina otras batallas que, como la ambiental, también comprometen la calidad de vida de futuras generaciones de argentinos. Un frente abierto en esta batalla es el que opone a las organizaciones ambientalistas -como Greenpeace o la Fundación para la Defensa del Ambiente (Funam)- con el Invap.
Esta empresa conjunta del gobierno de Río Negro y la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) ganó hace más de dos años una licitación para la construcción de un reactor nuclear en Australia. Los términos del acuerdo se mantuvieron secretos hasta que los ecologistas accedieron a las condiciones del concurso. Estas preveían que los residuos radiactivos generados por el reactor no podrían quedar en territorio australiano. Así se descubrió que el Invap se había comprometido a recibir esos residuos para su tratamiento en su planta de Ezeiza. Una vez diluida su radiactividad, regresarían a Australia.
Entonces comenzó la batalla. A las denuncias y el reclamo de los ecologistas para que los términos del trato se hicieran públicos, le respondieron cartas-documento amenazando con acciones legales por el posible "perjuicio económico". Hubo una investigación del Senado australiano y -finalmente- una discusión pública en la Cámara de Diputados argentina el 1 de diciembre del 2001. El debate quedó en suspenso hasta marzo. Dos días después los ciudadanos de este país amanecimos en un corralito y el tema pasó al olvido; al menos en las noticias. Porque -si bien el debate no se reanudó- el presupuesto aprobado por el Congreso para este año reservó una partida de 12 millones para apoyar al Invap en su emprendimiento. Apenas una fracción de los 130 millones que no pudieron pasar en el presupuesto anterior gracias a la acción de los ecologistas
El punto central del debate es que la introducción de este tipo de material (incluyendo su transporte a lo largo de las costas marítimas nacionales) está explícitamente prohibido por la Constitución reformada de 1994, en su artículo 41. Esta reforma fue a su vez fruto de otra larga lucha contra el recordado estudio de factibilidad de un repositorio ("basurero") nuclear cerca de la localidad patagónica de Gastre. Los defensores del nuevo proyecto aducen que la introducción temporaria del material radiactivo no sería violatoria de la Constitución. Sus opositores sospechan que por esta iniciativa se "abriría la brecha" para que -tras el plutonio y el "combustible gastado" de Australia- las instalaciones acondicionadas para su tratamiento fueran ofrecidas comercialmente para procesar combustible de otro origen. Un negocio que, de todos modos, ya entró en decadencia en Francia e Inglaterra.
El problema del destino de los residuos indeseables excede el caso relativamente pequeño del Invap. Es una de las fuentes de conflicto potenciales más ríspidas entre los países desarrollados y "los otros". En 1991 Lawrence Summers -por entonces economista jefe del Banco Mundial, luego secretario del Tesoro de Clinton- redactó un memorando instando a sus autoridades a planificar sus programas de ajuste y renegociación de la deuda para estimular a los países poco contaminados a aceptar una "redistribución más justa de los residuos y la contaminación". Más aún, agregaba, "los efectos cancerígenos de los contaminantes no llegarían a ser observables en comunidades en las que -por su pobreza- de todos modos la vida es más corta". El escándalo internacional que provocó su memorando no perjudicó la carrera de Summers.
Este "impecable" razonamiento económico tiene su fuente en la dura realidad recesiva que acosa al capitalismo finalmente globalizado y la disputa por descargar sus costos sobre espaldas ajenas. Durante varios años los EE. UU. junto con un puñado de países industrializados se opusieron a los esfuerzos de las Naciones Unidas por prohibir el transporte marítimo de residuos tóxicos a los países pobres, según lo establecido por la convención de Basilea de 1994. De cumplirse a rajatabla estas regulaciones, tendría que reducirse necesariamente la producción de residuos contaminantes y los costos de muchas industrias se elevarían, desplomándose sus valores bursátiles. La revista financiera de Wall Street, Barron"s, resumió brevemente el dilema: "En la generación de la energía nuclear, los peligros creados por el hombre parecen inevitables, pero la bancarrota nos parece un riesgo innecesario".
Por las mismas razones el gobierno norteamericano se negó a ratificar el Protocolo de Kyoto de 1997 que establecía cuotas de disminución de emisiones tóxicas en la atmósfera para cada país industrializado. Las voces condenatorias a esta actitud soberbia y aislacionista venían arreciando cuando el terrible atentado terrorista del 11 de setiembre del 2001 las sepultó bajo el estruendo y la polvareda de las Torres Gemelas. Evidentemente, la "Justicia Infinita" todavía tiene algunos límites.
     
     
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