Lunes 16 de diciembre de 2002
 

Empresas y países

 
  La semana pasada, United Airlines, la segunda compañía aérea más grande del mundo, optó por acogerse al "capítulo 11", el equivalente norteamericano de la convocatoria de acreedores, en un intento desesperado de salvarse de la quiebra luego de que el gobierno del presidente George W. Bush rehusó darle un préstamo de casi dos mil millones de dólares. Asimismo, la aerolínea más grande, American Airlines, teme compartir el mismo destino a menos que haya cambios drásticos en las reglas laborales. Mientras tanto, en Italia la empresa emblemática Fiat, asfixiada por una deuda de seis mil millones de dólares, está luchando por sobrevivir contra "los mercados" por un lado y los sindicatos, que se oponen a los cambios considerados necesarios para que vuelva a ser viable, por el otro.
Son muchos los paralelos entre las crisis que amenazan con hacer desaparecer a estas empresas gigantescas y la que enfrentan la Argentina y, si bien de forma menos dramática, sus vecinos: en todos los casos se han combinado la resistencia a adaptarse a circunstancias nuevas, deudas demasiado pesadas contraídas en épocas más optimistas y un panorama internacional poco promisorio. Incluso las sumas en juego son en cierto modo equiparables: si el gobierno estadounidense ofreciera prestarnos dos mil millones de dólares, el clima imperante se modificaría. Pero también hay algunas diferencias fundamentales. La caída en bancarrota de una empresa, por grande que fuera, suele ser un desastre para muchas personas, pero se trata de un episodio normal y hasta saludable en una economía moderna que, como decía Joseph Schumpeter, evoluciona gracias a la "destrucción creativa". En cambio, cuando un país entero se hunde, las secuelas serán incomparablemente peores porque, además de los costos humanos, la quiebra de un país no puede sino tener repercusiones geopolíticas que serán muy pero muy negativas.
Pues bien: en Estados Unidos, el Japón y, en menor medida, Europa, los sectores más poderosos de las clases gobernantes propenden a juzgar a los países subdesarrollados conforme a los mismos criterios que les es habitual aplicar cuando se trata de grandes empresas. En vista de la importancia de la economía en el mundo moderno, tal actitud tiene un atractivo evidente: entre otras cosas, sirve para que los problemas muy complejos de sociedades exóticas parezcan bastante sencillos y brinda a los reacios a arriesgarse gastando el dinero de los contribuyentes locales pretextos éticos convincentes para negarse a intervenir. Sin embargo, a esta altura no cabe duda de que la voluntad de los integrantes del equipo de George W. Bush de minimizar las diferencias entre Enron, digamos, y la Argentina podría tener consecuencias nada felices para todos. Sin Enron, el mundo seguirá igual; con la Argentina, acaso acompañada por el Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia y otros países, postrada sin ninguna posibilidad de levantarse en los años próximos, el mundo sería no sólo distinto sino también decididamente peor.
El "economicismo" de los países avanzados ha chocado con el "politicismo", por decirlo así, de las dirigencias latinoamericanas que apostaron, mal, a que de resultarles imposible pagar sus deudas otros siempre los rescatarían. Ambas formas de hacer frente a los problemas del mundo contemporáneo son malas: la de los ricos porque justifica la pasividad moralizadora, la de los pobres porque al estimular la irresponsabilidad, la corrupción y el irrealismo nos ha llevado a la situación catastrófica actual. Para que el diálogo de sordos que se ha entablado diera lugar a una colaboración más fructífera, sería forzoso que los líderes de los países avanzados reconocieran que en un mundo cada vez más globalizado les corresponde cumplir un papel mucho más activo en el manejo de economías precarias y atrasadas, mientras que los pobres tendrán que aceptar que para no verse convertidos en meras dependencias les será necesario impulsar medidas destinadas a asegurar que sus propias economías se asemejen mucho más a las consideradas exitosas. Si rehúsan aceptar esta realidad patente, a los países ricos no les quedará otra opción que la de dejar que los pobres se cocinen en su propia salsa, pero es poco probable que la ciudadanía permita que los "dirigentes" sigan sacrificándola en aras de particularidades indefendibles.
     
     
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