Martes 3 de diciembre de 2002 | ||
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Palimpsesto: La carta |
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Es curioso que un adelanto tecnológico recupere una saludable tradición de siglos que estaba al borde de la extinción: escribir y recibir cartas. Sí, un lustro atrás poquísimas personas conservaban esa costumbre; el teléfono había reemplazado casi cualquier otra alternativa de la comunicación a distancia. La comunicación instantánea tiene innumerables ventajas, escuchar el tono, las inflexiones de la voz del otro, incluso su respiración revelan una ilusión de cercanía que nada puede reemplazar. Pero por culpa de Marconi y su invento el hábito de la carta fue desapareciendo hasta quedar muy pocos, generalmente aquellos que por falta de medios o en determinadas circunstancias debían usar la carta; o bien por aquellos fanáticos del género epistolar. A favor de la carta está la permanencia de lo escrito, la reflexión y las ideas articuladas de una manera más rigurosa que la oralidad. También la ceremonia de la escritura, la elección del papel, del sobre, y aún los más quisquillosos, la decisión del tipo de estampillas que jamás debe ser esa absurda faja de colores. En fin, todo esto, modificado y adaptado a otro tipo de soporte ha vuelto con el correo electrónico (me niego tajantemente a usar el anglicismo e-mail). Desde hace unos años todo hemos vuelto a escribir cartas, los más nostálgicos extrañarán el papel, la tinta, el sobre y el cartero; pero lo cierto es que la comunicación escrita ha vuelto a instalarse en nuestra vida cotidiana y me pregunto por qué no ver esto como una natural evolución de la carta. El primer testimonio de esta maravilla de la comunicación data de unos cuatro mil años y es, no podía ser de otro modo, una carta de amor escrita en Babilonia. En el mundo antiguo sólo unos pocos privilegiados, los que dominaban el arte de leer y escribir, se permitían el lujo de cartearse. Dos grandes instituciones hijas de la Edad Media, la Iglesia y la Universidad, se preocupan por crear un servicio de mensajeros a lugares remotos. Durante siglos, los sabios y los clérigos disfrutan de este servicio de mensajeros y del intercambio epistolar de ideas; esto sin contar a los reyes y sus correos reales. En los siglos XVII y XVIII la carta sigue siendo el patrimonio de dos clases: la aristocracia social y la del saber. Es el siglo XIX con la ampliación del número de personas que escriben y leen, la carta comienza a tener una difusión nunca vista. Alrededor de 1840 en Inglaterra ocurre un hecho de gran trascendencia para la historia de la misiva, la adopción del sello de correos. Se da entonces que las más remotas aldeas comienzan a conectarse entre sí o con los grandes centros de la cultura en un continuo flujo y reflujo de ideas. La carta alcanza una popularidad nunca vista y en diferentes países los libros más vendidos eran aquellos manuales para la escritura epistolar. Son tiempos vedados a la vida social, laboral o amorosa si no se ejerce con presteza el oficio de buen escritor de epístolas. Néstor Tkaczek |
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