Sábado 30 de noviembre de 2002
 

El derecho querible

 

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

  La Constitución, norma básica y fundante de la Nación, implica siempre una continuidad de las regulaciones jurídicas que se dictan en su consecuencia. Toda sociedad consciente de sus proyectos colectivos se asienta en los valores democráticos que la Constitución protege y cuya realización en la población y en el territorio que rige ha de alentar y promover soberanamente. Ahora bien: los cambios sociales, la evolución cultural, las transformaciones económicas, aunque no modifiquen dichos valores (en el caso de la Argentina, la libertad, la igualdad y la solidaridad), influyen necesariamente en las características del orden jurídico. Por ello, la sociedad espera que las instituciones jurídicamente normadas vayan adaptándose gradualmente a las situaciones nuevas. Esa adaptación requiere una racionalidad evolutiva, que se desprende del propio sistema jurídico, para impulsar reformas y transformaciones adecuadas del derecho, abarcadoras de períodos más bien prolongados. Cuando ello no ocurre, sobrevienen las revoluciones, que siempre son inesperadas, y mayor defecto es la forma violenta y abrupta con que se suelen llevar a cabo y su casi fatal caída en la contrarrevolución más reaccionaria.
En nuestro país, es sabido por experiencia, el derecho no es objeto de reverencia y respeto. Las normas constitucionales, de las que procede el completo sistema legal, se sometieron muchas veces con excesiva liviandad a las circunstancias sociales y políticas. La latencia de las crisis sucesivas nunca terminó en efectos queribles y sostenibles por el conjunto social.
Pero admitamos que hoy en la Argentina el derecho ya no es un cuerpo coherente que articule autónomamente su propio desarrollo. Se nos aparece, en una práctica contradictoria con su letra, como una promiscua masa fragmentada de decisiones ad hoc y de reglas en conflicto. El Estado de derecho, que debe ser un sistema consistente consigo mismo, ha sido reemplazado por una suerte de cinismo situacionista, que invoca un pragmatismo primitivo. Pretende así justificar una normatividad de cambalache, brotada desde un confuso e inestable origen. Los cambios jurídico-políticos ocurridos en el pasado inmediato y que se suceden en el presente no conforman respuestas a la lógica interna del desenvolvimiento progresivo del derecho. Antes bien: el desarrollo legal evoluciona en un caos de contracciones espasmódicas que responden a la presión de las fuerzas exteriores del sistema. No responde, siquiera, a aquel impulso revolucionario que antes mencionábamos, que modifique desde sus raíces el cuadro estatal y establezca un nuevo sistema de juridicidad.
En suma, el Estado no se presenta ante la sociedad civil como entidad soberana, representativa y jurídicamente coherente. Perdida su soberanía y remitido el poder de decisión a sectores de poder real no regulados, internos y externos, carece de la fuerza propia del derecho autodeterminado.
En los últimos dos años la crisis económica y financiera ha convulsionado agudamente, una vez más, la vida institucional del país. Señalemos ejemplos notorios: la concesión de poderes extraordinarios al presidente Fernando de la Rúa, poco antes de su renuncia; el corralito en sus distintas variantes, la crisis e inestabilidad de la Corte Suprema de Justicia durante más de seis meses y su resolución poco plausible.
Pero un caso igualmente patente, y quizá aun más grave, es el acortamiento arbitrario de los plazos del mandato presidencial. El proyectado cronograma electoral y la consecuente fijación de nuevos plazos del período presidencial son claramente inconstitucionales. Nuestra vapuleada carta magna en sus artículos 88 y 90 establece el mandato de cuatro años, y el mecanismo correspondiente para reemplazar al presidente si renuncia. Esto es la designación por la Asamblea Legislativa de un presidente para que termine el plazo que concluirá el 10 de diciembre del 2003.
El gobierno ha decidido convocar a elecciones anticipadamente y acortar en más de seis meses el mandato presidencial de 4 años. En este caso, como en los anteriores, es la presión de la crisis la que decide, en especial la urgencia de acordar con el Fondo Monetario Internacional la salida del "default" en que nuestro país ha caído y la división irreconciliable del partido dominante. Sería torpe e ingenuo considerar que estas decisiones afectan sólo cuestiones puramente formales. Además de ellas, provocan una inseguridad sustancial en la periodización de los mandatos, que no deberían someterse al arbitrio del gobierno. Si nuestros poderes del Estado no respetan el contrato social básico que es el término en que se asume la representación de la ciudadanía, no está en condición de garantizar el cumplimiento de ningún otro contrato, ni ante su pueblo ni ante los gobiernos y estados extranjeros.
"Hay que creer en el derecho o, de lo contrario, éste no funcionará. Esta creencia incluye no sólo la razón y la voluntad, sino también emoción, intuición y fe. Abarca un compromiso social absoluto", afirma sabiamente el profesor emérito en Harvard de Historia del Derecho, Harold J. Berman, en un magnífico libro que siendo relativamente reciente tiene las virtudes de lo clásico: "La formación de la tradición jurídica de Occidente (Fondo de Cultura Económica, México, 1996). Estos atributos de la sociedad política se han debilitado en extremo. El carácter de "continuo" institucional a través de generaciones, se ha quebrado y le ha hecho perder el sentido de su historia. La historia es siempre tradición, y nada bueno y estable, ni siquiera nada verdaderamente nuevo, puede construirse cuando se desconoce e ignora. Convertido el derecho en puro reflejo del agitado presente, carece de la eficacia del consenso que sólo concede el tiempo.
La Constitución no es, pues, un instrumento circunstancial al que se utiliza caprichosamente a veces sí y a veces no. Tiene una magna autonomía que no puede interpretarse en función de parcialidades y oportunismos. La relación entre la juridicidad y los cambios sociales y económicos exige un sensato equilibrio, una racionalidad que la misma Constitución impone. Ignorarlo es reiterar el viejo drama de las rupturas de legalidad que atraviesa toda nuestra historia.
     
     
Tapa || Economía | Políticas | Regionales | Sociedad | Deportes | Cultura || Todos los títulos | Breves ||
Ediciones anteriores | Editorial | Artículos | Cartas de lectores || El tiempo | Clasificados | Turismo | Mapa del sitio
Escríbanos || Patagonia Jurásica | Cocina | Guía del ocio | Informática | El Económico | Educación