Jueves 28 de noviembre de 2002
 

Derechos humanos y derechos del mercado

 

Por Tomás Buch

  La reivindicación de los derechos humanos es uno de los temas fundamentales de nuestra época. En nuestro país, este concepto del iluminismo, que se remonta a los principios de las grandes revoluciones del siglo XVIII, se menciona sobre todo desde el fin de la última dictadura militar, que los conculcó en una medida nunca antes percibida. Pero desde entonces, el concepto se ha asociado, tal vez demasiado estrechamente, con las violaciones de muchos de esos derechos cometidos por los esbirros de la dictadura: la negación del derecho a la vida por el asesinato y a la identidad por el robo de bebés y las torturas a los opositores y a los meramente sospechosos de serlo.
Pero la crisis ha puesto de manifiesto que el sistema económico vigente niega a una parte creciente de la población de nuestro país muchos otros derechos, que son casi tan básicos como aquéllos. El derecho al trabajo, a la educación, a la salud, a una vivienda digna o a un ambiente sano. Más allá de que a algunos se les niega el acceso a una alimentación adecuada, lo que, especialmente en el caso de los niños pequeños, pone en peligro todo su futuro, al amenazar gravemente el desarrollo de sus cerebros. Y ya hay casos de muerte por inanición lisa y llana.
Los derechos humanos más elementales son derechos que podemos llamar negativos: el de que a uno no le ocurran ciertas cosas, como el hambre, la tortura, la privación ilegítima de la libertad o de la identidad, o la muerte. Los otros son positivos, son los derechos a poseer algo que tiene un costo social, y entonces las cosas se complican porque un estado pauperizado y exhausto carece de los medios para satisfacer esas necesidades básicas para todos sus miembros, y su estructura jurídica no lo garantiza.
Se plantea entonces una pregunta básica: ¿verdaderamente creemos que todos los miembros de nuestra comunidad social deben gozar de tales derechos? ¿O acaso postulamos que la condición previa para tener acceso a ellos es la posesión de los medios pecuniarios para poder adquirirlos? Esta pregunta divide las aguas entre una sociedad, o sea un conjunto de seres interdependientes y que se apoyan entre sí para que cada uno pueda vivir una vida en plenitud; y un conjunto de individuos que luchan entre sí por la supervivencia de cada uno, sin importarle más que su entorno familiar inmediato.
Si optamos por la primera idea, la de una sociedad solidaria, que presta a cada uno de sus miembros la oportunidad de crecer y desarrollarse, los derechos humanos positivos básicos tienen vigencia, y la sociedad, en la forma de organización que se quiera, debe satisfacerlos para todos sus miembros. Si elegimos la segunda, cada función social estará a cargo de cualquiera que quiera obtener un beneficio con su ejercicio, y las funciones que no puedan beneficiar más que a los que los reciben, sin que éstos puedan retribuirlos a sus prestatarios, no encontrarán quién los ofrezca.
En el caso más perfecto de este último tipo de organización social, el concepto de derecho humano no existe, porque sólo tiene acceso a sus servicios quien pueda pagarlos. Este es el ideal teórico de la sociedad ultraliberal regida exclusivamente por el mercado. En el mercado, todo se vende y todo se compra, y nada es gratis. El interés individual siempre predomina sobre el interés comunitario, por una razón esencial: el interés comunitario no existe, ya que no existe comunidad, sólo un grupo de individuos cuyos miembros se vinculan entre sí por un conjunto de contratos. Este sistema tiene la ventaja de que optimiza el empleo de los recursos materiales y humanos, ya que cada acción tiene su retribución optimizada y nadie recibe nada sin entregar algo a cambio. Premia a los fuertes, a los egoístas, a los emprendedores, incluso a los inescrupulosos, y castiga a los débiles, a los generosos, a los reflexivos, a los que generan las ideas que enriquecen a la humanidad pero no a alguien en particular. El concepto mismo de humanidad no tiene cabida en este modelo, que premia la eficiencia por encima de todo otro valor.
La sociedad perfectamente solidaria no existe, y es problemático que alguna vez exista más que como programa. Sin embargo, se puede organizar a la sociedad de modos que aseguren una satisfacción mínima de las necesidades básicas para todos. Pero esta organización es necesariamente menos eficiente que la anterior, porque no todos los humanos pueden retribuir al resto en la misma medida. Los débiles rendirán menos trabajo útil que los fuertes; los artistas crearán obras que pocos apreciarán; los soñadores planearán los sueños del futuro, cuyos dividendos tal vez cobrarán nuestros nietos. Además, una sociedad solidaria apuesta a la creación aún no concebida, que tal vez no lo sea nunca. Pero su base no es la eficiencia, sino la igualdad de derechos para todos. Y su concepto básico es el de una sociedad que es algo distinto y algo más noble que un campo de batalla de todos contra todos, esa grotesca imagen del "darwinismo social" donde sólo sobrevive el más brutal y el más inescrupuloso.
En la sociedad de mercado perfecta, es posible apropiarse de todo para ponerlo a disposición de los que pueden pagar por su uso. A medida que el apoderamiento privado se perfecciona, nuevas áreas de bienes y servicios, que antes estaban a disposición de todos, son puestas en explotación comercial. El aire aún es gratis en la mayoría de los sitios de la Tierra, pero en la medida en que requiera ser filtrado para eliminar contaminantes, se transformará en un lucrativo negocio ofrecer ese bien, y los que no puedan adquirirlo respirarán gases tóxicos mientras sus organismos los aguanten. El agua potable, en la medida que escasea, ya es vendida a los que pueden pagarla, y los demás, que además cada vez son más numerosos, corren serios riesgos. Entre los bienes transables más lucrativos estarán -ya lo están- la salud y la educación.
La sociedad de mercado perfecta por supuesto no existe, como no existe el mercado perfecto, más que como abstracción teórica. Pero lo curioso es que ninguno de los países más desarrollados, que nos predican el evangelio neoliberal, ha intentado siquiera llevar a cabo las reformas que nos quieren imponer a nosotros. Y la razón es simple: sus pueblos no lo tolerarían, pues creen en los derechos humanos más que en los del mercado. Por lo tanto, la prédica de los teóricos del FMI está manchada de una hipocresía profunda. Su modelo es imposible o, por lo menos, incompatible con la democracia que predican al mismo tiempo.
Un tipo de conglomerado, humano pero deshumanizado, regido exclusivamente por las reglas del mercado, ya no merecerá el nombre de sociedad. Si deseamos imponerla, deberíamos ser más honestos y dejar de hablar siquiera de derechos humanos, de derechos de la infancia, de derechos de los ancianos y los enfermos. Aunque también la honestidad podría ser un bien transable...
     
     
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