Viernes 1 de noviembre de 2002
 

Democracias e imperios

 

Por Héctor Ciapuscio

  Los griegos del siglo V precristiano, creadores tanto de la filosofía como del arte de Occidente, también fundaron la historia. El primer cronista, Heródoto -infatigable viajero y fabuloso narrador- brindó a la posteridad casi todo lo que se conoce del pasado de muchos pueblos, desde Grecia al Asia Menor y Egipto. Pero su tema principal fue la guerra entre Europa y Oriente, entre helenos y "bárbaros", el largo conflicto que terminó con el triunfo de los griegos y dio lugar al dominio ateniense de medio siglo sobre toda la región costera al mar Mediterráneo.
Quien asumió la narración del drama siguiente, que consumió a este dominio imperial, fue el gran Tucídides, su sucesor. Reconocido como artífice de la historia política, describió con ojo de científico la guerra del Peloponeso, el otro magno acontecimiento de esos tiempos, que enfrentó a los ejércitos de Atenas y Esparta. El trabajo se propuso -según la convicción de su autor de que el destino de los hombres y de los pueblos se repite porque la naturaleza del hombre es siempre la misma- brindar una enseñanza analizando políticamente el modo cómo se estableció un imperio que echó a perder a la democracia y cómo finalmente sobrevino la decadencia y ruina de ese imperio.
En su relato Tucídides pone a menudo un discurso en boca de los protagonistas eminentes. Les hace decir como propio, no lo que expresaron realmente palabra por palabra, sino lo que él mismo, con su conocimiento y empatía, piensa fundadamente que dijeron en cada circunstancia de la crónica. Ese es el ejemplo clásico de la oración fúnebre a la memoria de los muertos de Potidea en el que Pericles, el gran estadista, hace el encomio de su patria y define magistralmente para la posteridad el sentido filosófico y ético de la democracia. Así también, cuando varios personajes exponen razones de la grandeza de Atenas, resulta de sus palabras un análisis de los fundamentos psicológicos del desarrollo de su poderío -energía incansable, creatividad, comunitarismo, espíritu de aventura, flexibilidad, idealismo- tanto como de las razones de su prestigio ante los otros pueblos, basado en los servicios que prestó a todos los griegos en su lucha victoriosa contra el despotismo persa.
Inquiriendo sobre el origen del conflicto devastador entre atenienses y espartanos, refiere, como la verdadera causa de la guerra al inaudito crecimiento del poderío de Atenas que los espartanos percibieron como amenaza, y entre los motivos de su derrota la altanería y ambición de líderes como Alcibíades y demagogos como Cleón. En el caso de este último, por ejemplo, cuando los ciudadanos de Atenas discuten cómo castigar la defección de antiguos aliados -los de Mitilene- vueltos en su contra, expone cómo Cleón, llevado por su temor de que "una democracia sea incapaz de ser imperio porque se deja llevar por las tres debilidades fatales de un imperio: piedad, sentimiento, indulgencia", exige castigarlos con la muerte.
Finalmente, uno de los más citados pasajes de la "Historia de las guerras del Peloponeso" es el que narra el episodio en que los jefes atenienses aconsejan, utilizando una lógica impiadosa, desde una posición de poder y cínicamente, la actitud que deberían asumir los de la isla de Melos, un pueblo más débil. Sus propias palabras son inexcusables para apreciar la sofisticación del relato:
"Recomendamos que intentéis conseguir lo que os es posible conseguir. Sabéis, lo mismo que nosotros, que cuando estas cuestiones son discutidas por la gente práctica, el nivel de la justicia depende de la igualdad del poder coercitivo y que, de hecho, los fuertes hacen lo que tienen el poder de hacer y los débiles aceptan lo que tienen que aceptar".
Es un argumento que, como señaló Giorgio De Santillana, exhibe una crueldad fría, brillante y científica, no de las pasiones sino del intelecto racional, el elemento demoníaco que corre por la historia.
¿A cuento de qué referimos todo esto, tan lejano en el tiempo? Simplemente, a propósito de que la lectura de la prensa internacional en estos días nos hace reflexionar sobre discursos y actitudes de hegemones del mundo, sobre posibilidades preocupantes -también para nosotros- como la conversión de una gran democracia en un imperio, y sobre el hecho de que quizá tenía razón el sagaz Tucídides cuando pensaba que la naturaleza humana es en todo tiempo la misma y, por ello, el destino de los hombres y los pueblos siempre tiende a repetirse.
     
     
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