Jueves 28 de noviembre de 2002
 

Normalidad pobre

 
  Aunque pocos negarían que el corralito bancario que está por abrirse es una auténtica barbaridad por suponer la negativa a respetar derechos considerados fundamentales en toda sociedad liberal, si bien no en las propuestas por totalitarios de izquierda o derecha y por ciertos clérigos, en vista de las circunstancias que se daban en las semanas finales del año pasado se lo pudo considerar el mal menor. De haber continuado la corrida bancaria que se había desatado al difundirse la sospecha, que no tardó en transformarse en otra profecía autocumplidora, de que la convertibilidad tenía los días contados, las consecuencias para el país hubieran sido decididamente más graves. Sin embargo, en buena medida los riesgos que entonces existían se eliminaron. Por ser el peso absurdamente subvaluado, pocos se sentirán tentados a cambiar lo que les queda de sus ahorros en dólares. El default tan temido por los entendidos, pero no por los delirantes, ya es un hecho y casi todos estamos pagando un precio muy elevado por la estupidez de algunos "dirigentes". Hasta los delincuentes han aportado su parte para que la gente vuelva a confiar más en los bancos que en el colchón. Como resultado, el país se acercó a una versión depauperada, sin demasiadas ilusiones, de la "normalidad" a la que se han habituado a aludir el presidente interino Eduardo Duhalde -político que, por ahora cuando menos, parece haber abandonado su fe en las soluciones milagrosas- y el ministro de Economía, Roberto Lavagna, razón por la que virtualmente nadie prevé que la apertura parcial del corralito, la que según el FMI debería haberse ordenado hace varios meses, provocará un gran drama socioeconómico. Puesto que para los ahorristas ya depauperados las opciones son poco seductoras, sorprendería que se alterara la tranquilidad de los meses últimos.
Por motivos comprensibles, al gobierno le gustaría hacer pensar que el levantamiento del corralito para cajas de ahorro y cuentas corrientes programado para el 2 de diciembre constituye otra señal de que la economía está en vías de recuperarse de los golpes sufridos en el transcurso de las gestiones de los presidentes Fernando de la Rúa, Adolfo Rodríguez Saá y Duhalde, pero la verdad es que a lo mejor significa que acaso ya hemos tocado fondo y por lo tanto no podremos caer mucho más. Es de esperar que resulten estar en lo cierto -por desgracia, no hay ninguna garantía de que lo estén-, pero haber llegado al fondo del pozo no quiere decir que la economía ya haya comenzado a subir. Además, por ser el presidente un hombre ambicioso que se comprometió a dar un paso al costado dentro de medio año, la idea de que por fin el país encontró el camino que lo llevará al crecimiento sostenido es peligrosa, por constituir un buen pretexto para persistir con la política económica minimalista a la que se ha aferrado a partir de los desastres ocasionados por su intento extraordinariamente desprolijo de cambiar de "modelo".
En la actualidad, la Argentina se parece a un boxeador grogui a quien ya no le importan los golpes de su adversario porque supone que lo peor que podría sucederle sería encontrarse con la lona. Por cierto, las expectativas difícilmente podrían ser más reducidas. Con todo, por mucho que el gobierno del presidente Duhalde celebre el clima de resignación así supuesto, no es muy probable que dure mucho más. Antes bien, de consolidarse, la sensación de seguridad relativa que brindará el haber tocado fondo jugará en favor de quienes entienden que aun cuando la Argentina no tenga reservado aquel "destino de grandeza" tan caro a los facilistas, no debería conformarse con el futuro inenarrablemente mediocre previsto por los muchos que en defensa de sus propias conquistas se oponen sistemáticamente a cualquier intento de impulsar reformas estructurales. En este contexto, la apertura parcial del corralito habrá sido un paso positivo, aunque se haya visto posibilitado por la falta de movimiento en un mercado financiero vuelto comatoso, pero tomarlo por evidencia de que el país esté "normalizándose" presumiría la voluntad de aceptar que lo que todavía tenemos se aproxima a lo mejor a lo que podríamos aspirar, planteo éste que muy pocos, salvo los comprometidos con el gobierno actual, estarían dispuestos a reivindicar.
     
     
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