Miércoles 27 de noviembre de 2002

 

La furia y los libros

 
  Yo no quería ir pero fuimos. Nunca quise visitar Puerto Montt. Sin conocerlo a fondo, no me gustaba. En mi mente de niño mal criado aparecía un pueblo grande y desprolijo. El verdadero problema de esta mala idea era que ahí vivía una parte de mi familia que prefería dejar en las sombras. La infancia de mi padre.
La casa quedaba en un barrio a 10 minutos del centro. Bien arriba. Donde las construcciones comienzan a ponerse un poco más pobres. Atractivos turísticos que no figuran en las guías de los extranjeros que vienen al sur del mundo. A unas cinco cuadras de allí, había una calle con el nombre de un tío mío, Saturnino A. El mismo que mi padre. Creo que también había sido profesor. Mis otros tíos eran menos célebres. Al menos uno había brillado como centrodelantero en "El Estrella" de Puerto Montt, y no pocos adversarios habían caído a la lona por la calidad de sus puños de boxeador amateur. Arístides. Los taxistas más viejos de la terminal todavía lo recordaban en los 80. "Era bueno el mocoso, no sé que habrá sido de su vida", le comentó uno de ellos al mismísimo Arístides cuando ya habían pasado 35 años de sus goles en la "Segunda" del puerto.
El tío que habíamos ido a ver a pesar de mis quejas tenía un nombre que no recuerdo. Definitivamente era uno de los nuestros. Blanco leche, de rulos pronunciados. Mirada triste. Culto. Yacía inválido en una cama.
Unos gatos negros se disputaban los restos de la "once" que habíamos comprado con mi viejo en un supermercado. Mis parientes la comieron con un ansia que llevaba años guardada en sus tripas. Mientras mis primos vivían a las trompadas con los gatos, el tío este moría sin discusión en una pieza sucia y bien iluminada. En repisas de maderas se acumulaban sus libros, cientos, miles de libros. No sé por qué siento que esta historia la he contado más de una vez. Que ya la he escrito. O es que en sueños repaso obsesivamente los detalles de su miseria. Yo llevaba unas revistas que me había traído del avión. "¿No me darías una?", me dijo el tío, y dudé. "¿Pero no tienes todos esos libros para leer?", le respondí. "Ya los leí muchas veces", me respondió. Le dejé una que no me gustaba demasiado.
Nunca supe bien la biografía del personaje. Sólo que llevaba mi sangre. Su imagen de pordiosero ilustrado acompañó mis lecturas de toda la vida y algunas noches que pasé en los subterráneos de Buenos Aires. Me resulta imposible olvidarme de ese desgraciado. Neruda no lo salvó de la carencia. Ni Goethe de la ambición de escudriñar las revistas de un niño. En sus horas más desesperadas, entendí, sólo quería leer. Era lo único que le quedaba.
Para bien o para mal mis hijos y yo somos los últimos de una casta maldita. Poseída por una extraña dicotomía donde conviven la sin razón y la filosofía, la literatura junto a la violencia. El marinero borracho y el ratón de biblioteca. La relación que mantengo con los libros ha sido coherente a tales contradicciones. Algunos me incitan al amor, la mayoría sirve de magnífico banquete a mis noches sin tiempo. En el mismo minuto en el que escribo estas líneas, apuesto a que seguirán haciéndome compañía hasta la hora en que saque un pañuelo blanco y llore el adiós en la proa de un barco fantasma.
El penúltimo de los míos ha muerto horas atrás. No ha dejado nada. Nada, salvo furia y libros.
Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar
   
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