Martes 29 de octubre de 2002
 

Tras el sueño del edén brasileño

 

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

  Como era previsible, Luiz Inácio da Silva (Lula) ganó el segundo turno electoral, obteniendo poco más del 60% de los votos válidos. La mayoría de los gobernadores electos no le serán adictos y sus candidatos perdieron en San Pablo y Porto Alegre, dos estados importantes por su población y desarrollo productivo. Tampoco tendrá mayoría en el Congreso y deberá conformar alianzas para obtener la sanción de las leyes. También es esperable, por lo tanto, que no se produzcan cambios inmediatos muy visibles en una sociedad cruzada por las desigualdades sociales, la pobreza extrema y el alto nivel de sus industrias exportadoras.
Sin embargo, esta elección marcará un hito en la historia de nuestros países. Combativo sindicalista durante años, Lula tiene un fino olfato político.
Trasladó su capacidad de gestión en la organización de los gremios de trabajadores, al armado del más grande partido político de izquierda de Occidente, el PT.
Nunca antes en Brasil se había podido consolidar un partido de izquierda democrática tan disciplinado y orgánico, con cuadros que han logrado convivir proviniendo de distintas variantes del marxismo, con realismo.
Aun conservando las premisas de justicia social, ya no dogmatiza en torno de la lucha de clases, ni ostenta proyectos de colectivización de la propiedad de los medios de producción. Su agenda, como la de la alianza de liberales de centro y socialistas democráticos del gobierno de Fernando Henrique Cardoso, el PT plantea políticas sociales en la lucha contra el hambre y la ignorancia que asuelan al país con mayores desigualdades sociales y con más de un tercio de su población por debajo de la línea de pobreza. El Brasil, país de hipérboles, con su "complejo de grandeza", el más bello y rico en sus recursos de exuberante naturaleza, inmenso territorio de raíces y proyectos imperiales, tiene ahora un presidente obrero, decente y agradable, conmovedoramente sencillo y tierno, a quien no le terminan de quedar del todo bien los trajes ni las camisas blancas con corbatas rojas. Este dirigente, que carece de la discreta elegancia de las clases dirigentes, ha obtenido un gran triunfo y ése es sin duda un símbolo de cambio que merece ser valorado en estos tiempos.
José Serra, el candidato dignamente perdidoso en la confrontación electoral, posee esa cualidad del distinguido intelectual. Aunque descendiente de un verdulero semianalfabeto, fue dirigente de los movimientos estudiantiles izquierdistas de la resistencia contra las dictaduras militares de los sesenta y setenta. Con Cardoso, el presidente saliente que derrotó dos veces a Lula, Serra infiltró de izquierda a la alianza de los caudillos conservadores y populistas que lo votaron.
En el debate televisivo previo al acto comicial, sólo hubo entre el ganador Lula y el vencido Serra diferencias de estilo. Los cambios prometidos por Lula no son revolucionarios, pero registran, eso sí, un mayor grado de sensibilidad social. La consigna de la formidable publicidad electoral del PT, ideada por su duda de Mendonca, jefe de una empresa multinacional de marketing político, ofrecía simplemente "Lula, paz y amor". La campaña mediática, seguramente la más costosa de toda la historia latinoamericana, tuvo todos los signos de la posmodernidad comunicativa, apaciguando las ínfulas revolucionarias de las tendencias más radicalizadas del PT.
La influencia del triunfo de Lula en Latinoamérica y posiblemente también en la Argentina, será más perceptible, seguramente, que los cambios que su gobierno produzca en la sociedad y la economía brasileñas. Nadie en Brasil se ilusiona respecto de las posibilidades que el nuevo gobierno tiene para cambiar abruptamente las condiciones macroeconómicas del Brasil, sumamente difíciles por las restricciones de la deuda externa y las exigencias de ajuste y superávit fiscal del Fondo Monetario Internacional.
Lo más importante, sin embargo, es la evidencia de una consolidación de las instituciones democráticas formales del Brasil que, aunque otrora denostadas por la mayor parte de su pueblo, han sido aceptadas y finalmente apoyadas masivamente por el electorado. Hubo pocas abstenciones, el voto en blanco fue muy minoritario y la fiesta resultó del pueblo.
Desde otro punto de vista, parece significativo una expresión tan masiva de la voluntad popular del Brasil.
Quieren, claro está, más justicia, menos padecimiento de una población que fue las más tardía república latinoamericana y la última nación en liberar a los esclavos.
Los brasileños, como casi todos los pueblos del mundo, pero seguramente con más urgencia, quieren paz, seguridad, orden y progreso, pero también desean borrar la vergüenza de un país tan injusto e inequitativo.
La unión nacional parece asegurada, tras el sueño del edén brasileño, conjugando sus fabulosos recursos naturales, la inmensidad territorial y las viejas latencias imperiales, en el marco de un desarrollismo industrial. Esa pujante clase empresarial, aliada al nacionalismo de sus fuerzas armadas, siempre presentes en las grandes decisiones estratégicas, está ahí, tan poderosa como la emocionante lógica de un pueblo sufrido y hospitalario, orgulloso de sus logros deportivos, transando con el ímpetu de un capitalismo inteligente y expansivo, al tiempo que con más felicidad.
     
     
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