Viernes 11 de octubre de 2002
 

El imperio se despereza

 

Por James Neilson

  Por motivos comprensibles, desde las décadas finales del siglo XIX en América Latina "imperio" ha sido un virtual sinónimo de Estados Unidos, pero los norteamericanos mismos siempre se han considerado antiimperialistas natos, a diferencia de los británicos y franceses que, para indignación de una larga serie de presidentes, no tuvieron empacho en asumir aires imperiales. No se trataba sólo de un prejuicio muy difundido atribuible a la presencia en Estados Unidos de millones de descendientes de irlandeses y alemanes hostiles a las pretensiones de Londres y París. Estados Unidos contribuyó mucho al desmantelamiento de los imperios europeos y en los años cincuenta del siglo pasado remató la obra interviniendo decisivamente para desbaratar varias "aventuras" anglofrancesas en el Medio Oriente.
Por lo tanto, el crecimiento al parecer imparable del poder norteamericano a partir del colapso ignominioso del "imperio soviético" ha planteado algunos dilemas muy filosos a la élite, conformada por políticos, empresarios, abogados y académicos, de Estados Unidos. Su país posee todo cuanto es necesario para consolidar un imperio de verdad, uno que sería mucho más poderoso que los de Roma, China, Francia o Gran Bretaña -su supremacía militar es incuestionable, sus riquezas materiales no tienen parangón en la historia, están más avanzados tecnológicamente que cualquier otro país-, pero se resisten a dar el pequeño paso necesario para que su imperio sea oficial, por decirlo así. Antes bien, siguen hablando y actuando como si Estados Unidos fuera una potencia entre otras y por lo tanto obligada a respetar las opiniones ajenas, deber éste que nunca hubiera figurado en los cálculos de sus equivalentes europeos de otra época.
Es probable que el debate que está celebrándose en Estados Unidos entre los "unilateralistas" y los "multilateralistas" constituya el preludio a la formalización del imperio norteamericano que, según algunos, sería el resultado lógico de la ocupación militar seguida por la democratización de Irak. Aunque los multilateralistas, encabezados, según parece, por Colin Powell, insisten en la necesidad de recibir el visto bueno de las Naciones Unidas -es decir, del Reino Unido, Francia, China y Rusia-, antes de barrer con Saddam Hussein, a los unilateralistas no les preocupa en absoluto el consenso así supuesto. Entienden muy bien que si negocian con las demás potencias como si fuera una cuestión de iguales ellas se las arreglarían para que nada sucediera, lo cual, desde luego, permitiría a Saddam y a los tentados a emularlo a salirse con la suya. En su opinión tal desenlace sería sumamente peligroso.
Tienen razón. La ambigüedad supuesta por la resistencia de Estados Unidos a asumir su papel de potencia imperial pese a que ya lo esté desempeñando es de por sí una fuente de desestabilidad. Es que lo mismo que la democracia, la convivencia pacífica depende de la confianza mutua, la que a su vez descansa en la seguridad de que con escasas excepciones todos respetarán las mismas reglas por saber quién es quién en el orden internacional. He aquí el motivo de la ofensiva, hasta ahora principalmente verbal, de Estados Unidos, acompañado por Gran Bretaña, contra Saddam. Puede que el dictador iraquí no plantee un peligro inmediato a la "paz mundial", que si bien es un tirano brutal no se le ocurriría arriesgarse atacando directamente a las potencias anglosajonas, pero a esta altura la mera existencia de su régimen les parece intolerable. Aunque no lo dicen, George W. Bush y Tony Blair sienten que a menos que Saddam caiga muy pronto, sus enemigos dejarán de respetarlos y que a partir de entonces la anarquía andará suelta.
Esta forma de pensar podría denostarse por primitiva o premoderna, para no decir contraria al espíritu encarnado por las Naciones Unidas, pero esto no quiere decir que no sea realista. Todo orden, sea nacional o internacional, tiene forzosamente que apoyarse en la autoridad de los más poderosos de turno. Cuando existen dudas en cuanto a su voluntad o su capacidad de actuar, otros, como es natural, encontrarán irresistible la tentación de desafiarlos. En ocasiones, los retos supuestos por los reacios a aceptar el orden establecido serán a lo sumo simbólicos: en la fase final de su exitosa campaña electoral, el canciller alemán Gerhard Schröder sólo quería brindar la impresión de estar dispuesto a hacer frente a la hegemonía estadounidense pero sorprendería que se propusiera ir más lejos. Del mismo modo, la disconformidad de Francia es más retórica que real. Saddam, empero, es distinto. Se sabe que de tener la oportunidad, no vacilaría en apoderarse nuevamente de Kuwait, intentar agregar Arabia Saudita a sus dominios y, de pasada, eliminar a Israel, posibilidades éstas que la superpotencia reinante no podría tolerar.
Desde su fundación, Estados Unidos ha estado dominado por políticos que, por formación, han sido propensos a creer que la aspiración máxima de todo hombre "normal" es ser un ciudadano norteamericano. Tal convicción no es totalmente absurda: mal que les pese a las élites aristocráticas, intelectuales, militares y religiosas de otras latitudes que la desprecian, la cultura popular y comercial estadounidense sí ha resultado ser un polo de atracción de poder centrípeto colosal. Si no lo fuera, la "globalización" que se ha visto impulsada por los avances asombrosos de la tecnología hubiera asumido características muy diferentes. Con todo, si bien es innegable que la razón básica por la que hoy en día globalización equivale a norteamericanización consiste en que al hombre común le encanta el estilo de vida de la democracia capitalista por antonomasia, los líderes de Estados Unidos no pueden darse el lujo de limitarse a esperar a que McDonald"s, Microsoft, HBO y CNN conquisten la opinión política del planeta, ahorrándoles la necesidad de echar mano a métodos más tradicionales. Es posible que si todos los países del mundo fueran democracias cabales, la mayoría, para indignación de los defensores de las diferencias locales, terminaran votando por el país de Hollywood y de la comida rápida, pero aún tendrán que transcurrir muchos años antes de que lleguemos al final feliz así supuesto.
Es por eso que acaban de instalarse en los centros de poder de Washington los integrantes de un grupo de funcionarios y pensadores que se ha persuadido de que Estados Unidos debería aprovechar la "ventana de oportunidad" ofrecida por su supremacía militar y económica actual para transformarse en un imperio de verdad. Aunque no les asusta la palabra "imperio", algunos prefieren hablar de "imperium", dando a entender así que lo que tienen en mente es algo menos preciso que lo propuesto por los británicos y franceses de un siglo antes pero a su manera todavía más imponente. De todos modos, los "halcones" como Paul Wolfowitz, John Bolton, Dov Zakheim que antes de ser reclutados por el gobierno de Bush, formularon un plan descaradamente imperialista, se destacan por actitudes que son decididamente más "europeas" que "norteamericanas". Es que en el siglo XX la diplomacia de Estados Unidos tenía una dimensión moralizadora notable que enfurecía a los aliados transatlánticos y que durante las gestiones de Woodrow Wilson, que redibujó el mapa de Europa, y Franklin Delano Roosevelt, que creía que Stalin era, sin saberlo, un buen demócrata, provocaba problemas descomunales.
A diferencia de sus antecesores, los neoimperialistas norteamericanos no confían en la bondad de extraños, en la idea de que si supieran más acerca de Estados Unidos no podrían sino amarlo. Tampoco creen que será suficiente mantener una postura defensiva, negándose a actuar contra personas como Saddam hasta que no quepa ninguna duda en cuanto a sus designios. A juicio de los habituados a la diplomacia tradicional, a Estados Unidos le convendría dejar a Saddam en paz mientras no haga nada imperdonable porque sólo así podrá contar con el respaldo de la "comunidad internacional" que, claro está, no comparte los puntos de vista de los líderes actuales norteamericanos sobre los beneficios de los "golpes preventivos", pero por ser tan altos los costos hipotéticos de la paciencia, se trata de una estrategia que podría resultar demasiado cara. Es más: si Saddam ya tuviera bombas nucleares y otras "armas de destrucción masiva", Estados Unidos no estaría pesando las ventajas de atacarlo. En cuanto a la noción de que lo único que interesa a los norteamericanos es el petróleo, de ser así podrían solucionar el problema haciendo de Irak uno de sus socios preferidos en el Medio Oriente.
     
     
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