Jueves 10 de octubre de 2002
 

Buenos aires

 

Por Héctor Ciapuscio

  El primer cronista de Buenos Aires fue Ulrico Schmidel, un alemán que vino con Pedro de Mendoza en 1535 y nos contó que le dieron ese nombre por el clima saludable que tenía. Catorce navíos trajeron más de 2.000 hombres y una tropa de yeguarizos. Al principio los españoles se llevaron bien con los querandíes que habitaban las riberas del Riachuelo. Pero después hubo guerra. Sitiados y sin alimentos, vivieron meses de hambruna y desesperación. Murieron casi todos, pero antes acabaron con cuanto gato, ratón o culebra pudieron pillar y hasta con el cuero de arreos y botas. Unos soldados que habían robado fueron colgados y a la noche devorados por compañeros hambrientos. Un español llegó a comer carne de su hermano muerto. El poeta Barco Centenera hace mucho y no hace tanto nuestro Mujica Láinez trataron literariamente estas atrocidades. Así como Borges evocó al paisaje uruguayo como el lugar donde "ayunó Solís y los indios comieron", el arte literario nos recuerda que nuestra metrópolis nació con hambre y antropofagia. Por su parte Mendoza, noble y militar, sifilítico desde el saqueo de Roma por el ejército de Carlos V, murió en el viaje de retorno estragado pero gordo; durante todo el sitio había sido uno de los pocos a quienes no afectó la hambruna. Explica Schmidel que tenía hábiles monteros que lo proveían diariamente con una docena y media de perdices que comían él y sus allegados. Esta anécdota nos recuerda también que nuestra metrópolis nació con pobres y privilegiados.
La Colonia, la Independencia, la Organización fueron etapas. Transcurrida una azarosa historia que en todo momento rezumó el orgullo de los porteños por un progreso incesante de su ciudad, hacia 1890 se inició la época áurea de la "Gran Aldea". El Censo Municipal de 1887 -una joya bibliográfica y técnica de 550 páginas compilada y comentada nada menos que por Francisco Latzina y Mariano Pelliza, que eran funcionarios comunales- contiene el registro de sus glorias edilicias, su cultura y el bienestar de sus habitantes. No se conocía el hambre. En la "Atenas del Plata" que exhibía ochenta palacios públicos, declaraba, "no existe gente pobre". Para corroborarlo, relataba que, cuando a los pocos días de las grandes inundaciones de Barracas en 1884 llegaron donativos de la República Oriental para socorrer a las familias perjudicadas, "no se encontró ninguna persona que quisiera recibir aquel dinero, pues ninguna lo necesitaba y hubo que devolverlo".
Ahora, más de cien años después, la ciudad está muy lejos de aquellos sueños de grandeza. Más parecida a Babilonia que comparable a Atenas, en un curso que parece a Bangladesh, no pocos de sus habitantes se han convertido en mendigos, la mayoría se empobrece y sólo unos pocos tienen medios como para abroquelarse en torres o refugiarse en barrios exclusivos. (En eso hemos vuelto a las perdices de don Pedro de Mendoza y sus paniaguados). Hasta en el centro, la coqueta ciudad que fue es una lágrima. Está sucia, fea, insalubre y pobre. Hay zanjas, veredas rotas, pavimento deteriorado, ruido, pestilencia. Y la de los porteños se ha convertido en una vida penosa. Hay estrés, inseguridad, arrebatos y agresiones. Pululan los pordioseros, los rumanos que trajo Menem como inmigrantes privilegiados y los propios. Los "sin techo" ocupan plazas y portales, los cirujas despanzurran las bolsas de basura. Algunos hurgan en los tachos en busca de alimentos. (1) Los dueños de pichichos contribuyen con lo suyo. La noche trae lo más nuevo y patético: la invasión de los cartoneros. Una realidad fantasmagórica, familias enteras y bandadas de muchachones que parecen vomitar los suburbios y prácticamente se arrojan con la noche sobre la ciudad con sus bolsas y carromatos para recoger papeles. Resultan extraños, preocupan como si anunciaran que van a acostumbrarse y se quedarán, o que se está incubando una futura pueblada y son la avanzadilla. Pero a ellos mismos nadie se pone a criticarlos: todos comprenden que se están ganando así la vida porque no tienen otra manera, porque no hay gobierno y no hay trabajo.
Está, por último, el problema del hambre, el increíble problema del hambre en la capital del bife de chorizo, el pan de trigo, los capones y las medialunas. Pero está, aunque nos cueste comprenderlo. Y es en este problema, como en varias cosas que nos están sucediendo, que se perciben más claros signos, algunos aires de reacción social. Vemos a una cantidad de personas consagrándose al trabajo solidario. Vemos -en barrios, iglesias, conventos, escuelas, comercios- colas de gente que recibe ordenadamente su ración de alimentos. Vemos donaciones y colectas que crecen. Estamos viendo cómo progresa en alud el número de adherentes a la cruzada popular "El hambre más urgente" que pide con voz firme una ley para el alimento de dos millones y medio de niños del país. Advertimos, en fin, que un espíritu nuevo, una ganada humildad, parece estar alentando en la ciudad altanera y egoísta que parecía en los últimos años la porteña. Si en ese tiempo de banal materialismo nos ilusionamos en que su cultura sería finalmente la base de una reacción, estamos entrando ahora en la esperanza de que horas mejores de Buenos Aires están arrancando en este despertar del sentido solidario de su gente.

(1) El brasileño Manuel Bandeira (1886-1968) escribió en su tiempo esta poesía:

El bicho (traducción de Santiago Kovadloff)

Ayer vi un bicho
en la inmundicia del patio
buscando comida entre los desperdicios.
Cuando encontraba algo
no examinaba ni olía:
tragaba con voracidad.
El bicho no era un perro,
no era un gato,
no era una rata.

El bicho, Dios mío, era un hombre.
     
     
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