Viernes 27 de setiembre de 2002
 

Tres caminos

 

Por James Neilson

  En opinión del alemán Hans Tietmeyer, un hombre sumamente prestigioso que es renombrado por su realismo y sobriedad, el año pasado la Argentina "se convirtió en un país insignificante y es probable que lo sea para siempre". Dicho de otro modo, a juicio del ex presidente del Bundesbank, la institución que llegó a simbolizar el resurgimiento de Alemania desde los escombros dejados por la Segunda Guerra Mundial que ella misma había desatado, la Argentina ya ha vuelto a ser lo que era hace casi dos siglos, un territorio pobre, alejado de los centros de la civilización, cuyo peso en el balance internacional era nulo. ¿Tiene razón? A menos que se produzcan algunos cambios drásticos comparables con aquellos que permitió a Alemania rehacerse, sí la tiene. Tal y como el país está constituido, no hay forma de que pueda erigirse en un "país significante" aunque, claro está, le quedaría la alternativa de cumplir el papel del chico malo que, envuelto en harapos, se dedique a romper todas las reglas, gritar insultos contra los poderosos y proclamarse paladín de lo bueno en un universo irremediablemente vil.
Existen, pues, tres caminos. Uno, el que a juicio de Tietmeyer el país ya ha elegido, sólo supondría la "insignificancia" para siempre. Para avanzar por él, será suficiente conformarse con una versión del orden actual caracterizado por gobiernos débiles de mediocridad desesperante, por conflictos constantes entre funcionarios, legisladores, gobernadores y jueces, por una suerte de equilibrio o empate que se conserve resignándose al estancamiento. Si esto es lo que ha elegido la Argentina, su porvenir se asemejará al presente de los inmensos barrios grises, destartalados y violentos del conurbano bonaerense, si bien no todos lo compartirán porque quienes puedan emigrarán a América del Norte, Europa u Oceanía.
Otro camino es el de la protesta simbólica, de las "revoluciones" predestinadas a fracasar, de la víctima agresiva que con prepotencia exige ayuda y denuncia a los demás si la dan o si se mantienen indiferentes. Este camino poco digno atrae a muchos: militantes "nacionalistas y populares", piqueteros, izquierdistas enamorados de la violencia que fantasean con emular a Fidel Castro o Stalin asesinando a los que no cabrían en su "utopía", progresistas que hablan como si prefirieran que sus compatriotas murieran de hambre a pactar con el capitalismo, oportunistas a quienes no les importa un bledo cuál "modelo" se arme con tal que estén entre los ganadores.
Estos dos caminos no plantean dificultades. Van cuesta abajo. Resignarse a la mediocridad ubicua, improvisar con desgano, tratar de arreglar las cosas para que los amigos no pierdan demasiado, es lo que está haciendo el establishment peronista-radical desde hace años. Puesto que los beneficiados por este orden son expertos en cooptar para después neutralizar a sus enemigos en potencia, ofreciéndoles una tajada del botín, podrían seguir monopolizando el poder político durante mucho tiempo. De quebrarse este esquema bajo el peso de su propia ineptitud sistemática, podría llegar el turno de las víctimas profesionales de la inefable izquierda criolla o, tal vez, del populismo gárrulo representando en la actualidad por el puntano Adolfo Rodríguez Saá que aspiran a que la Argentina sea un gran Santiago del Estero.
El tercer camino va cuesta arriba y por lo tanto parece incomparablemente más exigente que los supuestos por la resignación o la protesta que se agote en sí misma. Si el país lo tomara, sus habitantes tendrían que estar dispuestos a cambiar muchas cosas para que, después de un esfuerzo continuo, estuvieran en condiciones de igualar en una multitud de ámbitos a los europeos occidentales, a los norteamericanos, a los japoneses y a los chinos de ultramar. Para lograrlo, sería necesario desterrar el facilismo largamente hegemónico reemplazándolo por una cultura del rigor extremo en las escuelas, en las empresas y, huelga decirlo, en todas las reparticiones burocráticas que, de consolidarse, no podría sino incidir de forma contundente en la vida política del país. En efecto, la tan denostada clase política reinante es el producto natural de una cultura sensiblera, autocompasiva y demagógica en la que es rutinario negarse a discriminar entre lo bueno y lo malo, entre lo malo y lo francamente asqueroso.
¿Está preparada la gente para ponerse más exigente consigo misma y con sus representantes? Aunque el desprecio que tantos sienten por los políticos, por los jueces y por muchos otros supone que por lo menos se han dado cuenta de que al país le convendría prestar más atención a la calidad, no se ven señales de que estén verificándose grandes cambios en lo que podría llamarse el inconsciente colectivo. Antes bien, a juzgar por la evolución de los medios electrónicos como la televisión, el grueso del país retrocede día a día. En cuanto a los debates políticos, sería difícil que fueran más desalentadores: no sólo es cuestión de la falta de propuestas, sino también de la ausencia de un compromiso sincero, apasionado y férreamente racional con el destino del país. Los "precandidatos" no brindan la impresión de estar resueltos a formar una administración que sea capaz de rescatar al país sino de creerse partícipes de una especie de juego virtual en el que les es preciso maniobrar furiosamente a fin de arañar un par de puntos más en las encuestas de opinión, como si lo único que les importara fuera triunfar en la competencia que se ha desatado. Con la posible excepción de Ricardo López Murphy, no parecen serios.
La resistencia generalizada al cambio real puede entenderse: cuando un orden socioeconómico está cayendo en pedazos, es natural que casi todos se aferren a lo que todavía queda de pie. En medio de un terremoto, los perjudicados piensan más en encontrar un refugio precario que en la construcción de casas mucho más seguras. Sin embargo, a esta altura es dolorosamente evidente que sin cambios profundos el destino del conjunto será el previsto por Tietmeyer, verdad que deberían comprender los muchos que reaccionaron ante sus dichos señalándole que la experiencia de su propio país, Alemania, probó que por lo menos algunos pueden levantarse después de caer por un abismo. Los alemanes lo hicieron porque cambiaron, y mucho: de lo contrario, no hubieran tenido ningún futuro como pueblo.
Antes de que los alemanes y japoneses optaran por abandonar sus ambiciones bélicas para concentrarse en triunfar según las reglas imperantes en el mundo de la posguerra, empero, tuvieron que aprender que la alternativa era la destrucción. Bien que mal, la derrota militar sirvió para eliminar cualquier duda al respecto, pero no puede tener el mismo efecto un colapso económico y político. El espectáculo brindado por una ciudad arrasada llena de cadáveres humeantes no se compara con el supuesto por empresas cerradas, trabajos perdidos y familias depauperadas. Asimismo, mientras que a los belicistas teutones y nipones les era imposible hacer pensar que habían hecho todo bien y que por lo tanto los demás deberían seguir siéndoles leales, los comprometidos con el modelo tradicional argentino sí pueden convencer a muchos de que la culpa era de los otros, de sus adversarios políticos, de aquellos que habían intentado reformarlo antes de que fuera tarde, de los teóricos locales y extranjeros que habían criticado el corporatismo o el proteccionismo, del sistema vigente en el resto del mundo.
Pocos, muy pocos, se han animado a subrayar algo que es perfectamente obvio: para que la Argentina consiga disfrutar del mismo bienestar que otros países, tendrá que modificar sus estructuras económicas, sus modalidades políticas, su legislación, su sistema educativo y, en términos generales, su cultura pública para que se parezcan mucho más a los de aquellas sociedades que hayan logrado prosperar. Por cierto, no se da ninguna posibilidad de que invente un "modelo" radicalmente distinto de los ya conocidos, planteo éste que suelen esgrimir los resueltos a luchar contra el cambio. Nos guste o no nos guste, las recetas ya han sido desarrolladas y su eficacia ha sido confirmada por los países que han podido dejar atrás la miseria que hasta hace poco era universal. Lo único que resta hacer es aplicarlas porque, de lo contrario, no habrá forma de impedir que se concrete la profecía nada estimulante de Hans Tietmeyer.
     
     
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