Domingo 8 de setiembre de 2002
 

Dilemas del poder

 
  Para Estados Unidos, acostumbrarse al papel de la única superpotencia no está resultando fácil, en buena medida porque, a diferencia de los pueblos de las naciones hegemónicas anteriores, a los norteamericanos les importa más ser amados que respetados, característica que les ha ocasionado muchas dificultades en un mundo en que oponerse al "imperio" suele suponer tantos beneficios como desventajas. Por ser el país rector, Estados Unidos tiene que asumir la responsabilidad de mantener cierto orden a sabiendas de que otros, trátese de presuntos amigos o de enemigos declarados, no titubearán en procurar aprovechar la situación por motivos propios. Es lo que sucedió cuando Yugoslavia se resquebrajaba: gobiernos europeos que solían indignarse por el intervencionismo norteamericano se quejaron amargamente por la pasividad de la administración del presidente Bill Clinton hasta que por fin eligió actuar. Puede entenderse, pues, los motivos por qué a Washington le está resultando tan complicado decidir qué hacer con Saddam Hussein. Mientras que en otras épocas los planes de un dictador menor como el iraquí no hubieran planteado un problema grave a una potencia de las dimensiones de Estados Unidos, en la actualidad solucionarlo le parece tan difícil que la administración norteamericana aún no ha decidido finalmente lo que le convendría hacer con él.
Según el presidente norteamericano George W. Bush, y también el primer ministro británico Tony Blair, Saddam está desarrollando armas de destrucción masiva -bombas nucleares, además de armas químicas y biológicas- que plantean un riesgo enorme no sólo a sus vecinos árabes y a Israel sino a todos los demás países del mundo, de suerte que es esencial frenarlo lo antes posible por los medios que fueran. Puesto que pocos negarían que Bush y Blair están en lo cierto en cuanto a las ambiciones de Saddam y su voluntad de concretarlas, sería de suponer que todos los preocupados por el futuro inmediato del mundo concordarían en la necesidad de desarmarlo sin demora y que, por verse totalmente aislado frente a una "comunidad internacional" casi monolítica, el dictador optaría por resignarse a la paz.
Pero, huelga decirlo, el mundo no funciona así. Según la mayoría de los dirigentes europeos, árabes y otros, el peligro planteado por Saddam es meramente hipotético y, de todos modos, aunque fuera real sería necesario enfrentarlo de forma pacífica, limitándose a aplicar presiones diplomáticas o, a lo sumo, económicas, con tal que éstas sólo perjudicaran al régimen. Por otra parte, advierten, atacar a Saddam sería una empresa militar peligrosísima que podría costarles a Estados Unidos y sus aliados decenas de miles de bajas y que, para colmo, desataría convulsiones de todo el Medio Oriente. Los temores que sienten los gobiernos dictatoriales árabes, sobre todo aquel de Arabia Saudita que ha sabido prosperar figurando como el "amigo moderado" de Estados Unidos en una región amenazada por personajes como Saddam, son comprensibles: no puede atraerles en absoluto la posibilidad de que Irak, beneficiado por dosis masivas de ayuda occidental, se convirtiera en una democracia luego de una breve campaña militar.
Los líderes de los dos países de habla inglesa no han logrado ofrecer pruebas contundentes de que Saddam esté resuelto a emplear las armas que con toda probabilidad ya tiene o está a punto de adquirir, de modo que sus críticos europeos han podido minimizar su importancia a pesar de que no hay nada en la trayectoria del dictador que haría pensar que se sentiría cohibido por escrúpulos éticos o humanitarios. Al fin y al cabo, Saddam no ha vacilado en utilizar gases venenosos contra la minoría kurda de su propio país. Con todo, los europeos tienen buenos motivos para preocuparse: en todos los países de la Unión Europea se han formado grandes colectividades musulmanas semimarginadas en las que la prédica de los islamistas extremistas ha seducido a muchos jóvenes, de suerte que un ataque contra Saddam podría desatar actos de terrorismo y disturbios internos. Sin embargo, por ser tan evidente el peligro que plantearían armas de destrucción masiva en manos de Saddam, corresponde al país hegemónico de turno desbaratarlo, lo que, claro está, no impedirá a los demás tratar de aprovechar las dificultades propias del operativo.
     
     
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