Martes 27 de agosto de 2002
 

Por un contrato social sustentable

 

Por Fernando A. Miodosky

  Es indudable que, más allá de una crisis económica, el aspecto más relevante que caracteriza estos tiempos es la de una profunda fragmentación social que pone en cuestión las bases de sustentación de la Nación y el Estado. La enorme fragilidad del "contrato social" pone en peligro la más mínima cohesión que debe caracterizar a una sociedad moderna, ordenada y con el necesario respeto a las instituciones. Pocos imaginan el devenir de nuestra sociedad en el marco de un aumento de las grietas sociales.
Pensar esto como el resultado de una mera crisis económica nos llevaría a un diagnóstico erróneo y fundamentalmente subestimaría la extrema profundidad de la crisis.
Más allá de la responsabilidad que le cabe a la sociedad en general por no haber realizado un adecuado uso de su derecho a elegir y a reclamar, la dirigencia política argentina puede caracterizarse por estar enfrentada a la sociedad. Esta dirigencia ha socavado sus propias fuentes de sustentación y ha avanzado sobre sus cimientos al eludir sus responsabilidades y al no hacer propios los intereses de la sociedad en su conjunto. Y es aquí donde anida uno de los ejes explicativos que hacen a la crisis actual, dado que una dirigencia enfrentada a la sociedad implica ineludiblemente un cuadro normativo escindido de los intereses comunes. Y esto, a su vez, significa una sociedad entrenada en la trasgresión de las normas y códigos elementales de convivencia porque las concibe ajenas, en oposición a sus intereses y, por tanto, no enriquecedoras. Esto forma parte de nuestras raíces culturales, a tal punto que premiamos la viveza criolla que cotiza la trampa por sobre la ley.
Las normas, por su cuestionada raíz constitutiva, no se conciben como el punto de partida en el que es posible crecer socialmente sino, que por el contrario, se observan como vallas que se deben sortear.
De una sociedad con reglas de juego tan cuestionadas no es posible esperar una fructífera relación entre sus integrantes. A la falta de crédito económico se le adiciona una escasez del crédito social. La falta de credibilidad es el fenómeno que caracteriza estos tiempos y define al otro en oposición, enfrentado. El otro, en vez de ser visto como parte de, es observado como una amenaza. Sobre todo, cuando la crisis normativa es, a su vez, una crisis de garantías y por lo tanto los derechos no están tan derechos y más bien se observan inclinados, sometidos, vapuleados.
Cómo ser optimistas en un paisaje tan duro respecto de nuestra sociedad. Y sí, no es fácil encontrar un punto de apoyo. Tenemos una sociedad extremadamente corroída. Rápidamente uno puede pensar en la educación como el principal motor, pero aun aquellos que han llegado a tener los más altos grados de capacitación formal en el país y pueden compararse con profesionales de todo el mundo en cuanto a sus habilidades técnicas, a la hora de evaluar su accionar en correspondencia con valores mínimos de convivencia, nos encontramos con un escenario desolador caracterizado por la complacencia y la trasgresión de principios mínimos.
Es indudable que el puntapié inicial tiene que ver con la reconstitución de las reglas de juego y es la Justicia la que asume un rol sustantivo. La recomposición de las acciones con arreglo a normas es un proceso cuyo eje dinamizador es la emergencia de hechos ejemplificadores. La penalización de las conductas fuera de la ley tiene que ser la base de la reconstrucción de la cohesión social. Pero, tal como decía Emile Durkheim, una sociedad no puede funcionar a partir de la presión coercitiva de la ley. Cuando los individuos hacen propias las normas, o sea que prevalece cierto proceso de interiorización de las mismas, es cuando la sociedad comienza a potenciarse fruto de la interacción de sus integrantes. Y en este punto es donde el Poder Legislativo tiene un papel significativo en este proceso de cambio. Las leyes deben gozar de legitimidad, deben jugar a favor y no en contra. Y deben ser comunicadas y entendidas por la sociedad en general con el fin de que puedan ser incorporadas como propias.
Tal vez, la única semilla de cambio se encuentre en una voluminosa porción de la sociedad que hoy está consternada y comienza a tomar noción de los padecimientos del triste camino que ha caracterizado a este país desde hace tantos años. Porción mayoritaria de la sociedad que imperiosamente busca la emergencia de una nueva política, de un nuevo liderazgo saludable para el país. Seguramente que desde aquí puede devenir la energía, la fuerza de cambio, pero no el camino. La racionalidad que demanda el cambio imperiosamente buscado debe aflorar de una dirigencia política aggiornada capaz de latir con el sentir popular. Un sentir que claramente demanda una reconstrucción del tejido social que dé bases sólidas a la nación y un Estado fuerte capaz de encarnar el bien común sobre la base de una clara división de poderes y una depuración de su accionar.
La reconstrucción del país requiere romper con profundos vicios y, sobre todo, con un entramado de intereses que imprimió dolor y padecimiento a la sociedad argentina. Hoy está en potencia la fuerza para generar el cambio, depende de la dirigencia saber interpretar el grito imperioso de una sociedad abrumada y de observar este proceso como una oportunidad para reconciliarse y dignificarse socialmente, dando los primeros pasos en la edificación de un contrato social sustentable.
     
     
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