Martes 27 de agosto de 2002
 

La frágil esperanza

 

Por Eva Giberti

  La aparición sistemática y permanente de pobres, menesterosos, de personas mendicantes, de grupos de cartoneros y de colas formadas por quienes -hambrientos- esperan turno a la vera de iglesias o comedores barriales, diseñó de otra manera la estética urbana.
El conjunto de todos ellos incorporó miedos y molestias en la convivencia barrial, alterada por estas presencias clasificadas como sospechosas. También surgieron aquellos que defendían y defienden el derecho de estas nuevas miserabilidades, expuestas impúdicamente ante la mirada de vecinos y de vecinas. La impudicia queda registrada porque es imposible ocultar la miseria tal como ella es cuando adquirió la jerarquía de haberse convertido en perenne. Perenne en tanto y cuando ahondó en el hambre de los chicos destinados a quedar marcados por la desnutrición temprana, enclave fundamental para trastornar el desarrollo de las capacidades intelectuales.
Entonces, por una parte el paisaje ensombrecido por la estética de la miseria, el lamento y los cuerpos dormidos en los umbrales, contra las paredes, debajo de los trapos que pudieron rescatarse de alguna bolsa abandonada; por otra parte el paisaje anticipado y anunciado por las generaciones que van a crecer sobrellevando los efectos del hambre.
La combinatoria, presente en la mirada y en la información que cotidianamente nos aportan los medios, instaló una atmósfera que impregna a la ciudadanía y que se expresa a través del miedo a convertirse -también uno mismo o los seres amados- en cualquiera de esas víctimas; dado que no contamos con garantías suficientes para que así no suceda.
El argumento en contrario es sencillo: "Eso a la gente rica no le ocurre...". Quizá no le suceda a mucha gente, tal vez esa gente rica no se encuentre en situación de riesgo, pero participa del clima que no le permite disfrutar tranquilamente de la que pudiera ser su riqueza. Y quizá se encuentra rodeada por los múltiples dolores de la gente cercana que, casi inevitablemente, han perdido bienes, dignidad y esperanzas. También será prudente pensar qué entendemos hoy por "gente rica" y cuál es el caudal humano que la representa.
La funcionalidad que adquirieron los pobres y miserabilizados que pululan por las calles se reconoce cuando advertimos su eficacia en el miedo que suscitan; algunos porque se evalúan como delincuentes potenciales, y todos ellos porque nos aportan el modelo de lo temido, de aquello que podría sucederle a quien se sentía cómodo y seguro con su trabajo o porque contaba con ahorros, que sin ser monumentales generaban la ilusión de seguridad para un futuro. De allí la significación política de los pobres, particularmente en las derivaciones del capitalismo consumista e individualista.
Resulta inquietante comprender que el asistencialismo que la urgencia demanda es insuficiente para enfrentar y resolver el problema: no se trata de incorporar solamente comedores, sino de construir ámbitos laborales, posibilidades de trabajo. Esta, que parece una obviedad, no lo es.
Si bien todos los gobernantes y políticos insisten en incrementar las fuentes de trabajo, ése es un discurso que, representando algo estrictamente necesario, lateraliza otro eje que estimo fundamental: si se lucha y reclama con la finalidad de garantizar un salario básico, imprescindible, no se cambia la política como tal, se mantiene con las reglas del capitalismo consumista. Que regule las vidas de los ciudadanos y de las ciudadanas de nuestro país, con decidida aceptación filosófica por parte de las comunidades que pudieron sustentar dicho modelo (porque hubo otras comunidades con hambre entre nosotros: hace por lo menos cinco o seis años que las cabezas lúcidas e informadas vienen advirtiendo acerca del agravamiento de este fenómeno en diversas zonas del territorio nacional).
Más allá de asumir el replanteo de la calidad de vida y garantizar el salario básico, está en juego la aceptación -o no- de la pérdida de soberanía nacional, soporte de las identidades ciudadanas. Que constituye una forma de la pobreza adquirida progresivamente, la cual nos encuentra ahora carente de Estado, de moneda, de autonomías fundamentales para el funcionamiento de las instituciones y que es la que compartimos con los mendicantes de trabajo, de alimentos, de derechos de toda índole.
Los nuevos grupos, las asambleas, las convocatorias participativas, barriales, constituyen fuentes de oxígeno en este territorio de identidades y subjetividades en situación cuasi de asfixia. ¿Podremos sostener tales convocatorias? ¿Serán suficientes para enfrentar los intereses globalizadores y asfixiantes de las empresas trasnacionales con las que el poder de turno -entre nosotros- se asoció en busca de beneficios ajenos a las necesidades del país? Mientras lo ensayamos, muchos agonizan. Otros tanto crecen rumbo al deterioro físico y mental. Así estamos. Sobre esa realidad, innegable y persecutoria, ensayamos la frágil esperanza.
     
     
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