Miércoles 7 de agosto de 2002
 

Los bufones

 

Por Héctor Ciapuscio

  Un libro reciente (título traducido "Hay locos en todas partes. El bufón de la corte en el mundo") nos trae información erudita y anécdotas sobre estos interesantes sirvientes de reyes y déspotas. Shakespeare produjo en varias de sus obras algunos de los más vistos en la literatura. Tienen características comunes: son o aparentan ser locos o imbéciles, gozan de libre acceso a la corte, son ingeniosos y atrevidos, tienen habilidades gimnásticas, están siempre cerca del rey y se desempeñan con relativa inmunidad por sus burlas, siempre que sean -grave responsabilidad- divertidas. No sólo eso: deben provocar risa genuina -la carcajada espontánea, repentina, involuntaria-, o mueren. Es que la risa (que, según Aristóteles y Rabelais es lo que distingue al hombre de todas las otras criaturas) es la suprema razón de ser del arte que practican.
Muchos han sido físicamente deformes: enanos (como los pigmeos que importaban los faraones del misterioso sur de Africa), jorobados o tontos. Pero, como vemos en algunas de las anécdotas que se cuentan, no faltaron los inteligentes. El que tenía, por ejemplo, Enrique VIII de Inglaterra era capaz de versificar ingeniosamente y a gran velocidad en contrapunto con el monarca, derrotándolo en un juego de desafío parecido a la payada. Otro, vivísimo, era el de Harun-al-Raschid, monarca de Bagdad, que se llamaba Bahlul. En "Las Mil y Una Noches" se cuenta que un día el Califa le dijo al bufón: "¿Sabes el número de locos que hay en Bagdad?" y Bahlul contestó: ¡Oh, mi señor, un poco larga sería la lista!" Y dijo el Califa: "Pues quedas encargado de hacerla. ¡Y supongo que será exacta!" Entonces Bahlul soltó una carcajada. Y le preguntó el Califa: "¿Qué te pasa?" Y Bahlul dijo: "¡Oh, mi señor, soy enemigo de todo trabajo fatigoso. Por eso, para complacerte, voy en seguida a extender la lista de los cuerdos que hay en Bagdad! Porque ése es un trabajo que apenas exigirá el tiempo que se tarda en beber un sorbo de agua. Y con esta lista, que será muy corta, ¡por Alá que te enterarás del número de locos que hay en la capital de tu imperio!"
Ni qué decir del ingenio de Birbal, bufón del emperador indio Akbar, que hasta se atrevió, frente a la corte, a dejar en ridículo a su majestad. Ocurrió que un día el monarca les advirtió a sus sirvientes que cuidaran bien a su papagayo enfermo y que perdería su cabeza cualquiera que dijese que el loro estaba muerto. Pero el ave se murió, y habiendo sido Birbal el encargado de comunicárselo al emperador, lo hizo informándole que la criatura había alcanzado "un estado de "samadhi" (total concentración según la religión hindú), un real yoga". El rey, examinando al cuerpo, prorrumpió: "Este pájaro no está en "samadhi"; está muerto". A lo cual Birbal respondió: "Ahora su majestad, usted debe morir, según su propio decreto por decir (usted mismo) que el papagayo está muerto". El emperador admitió: "Yo a veces digo cosas tontas".
Para ocuparnos de nosotros mismos y ver diferencias entre bufones criollos y los otros, brindando al mismo tiempo, por comparación, una idea del progreso que hemos experimentado desde la época, recordemos que en el Buenos Aires anterior a Caseros también los hubo. El ilustre Restaurador, por ejemplo, tuvo unos cuantos. El más famoso fue "Eusebio de la Santa Confederación", un mulato a quien el niño Guillermo Hudson topó una vez. Así cuenta en "Allá lejos y hace tiempo": "Vimos a don Eusebio con su traje de general (porque era uno de los chistes del dictador llamar general a su bufón), todo vestido de rojo, con un enorme tricornio, adornado por un inmenso penacho de plumas coloradas". También lo describieron otros. A veces, en festejos por algún triunfo militar sobre los salvajes unitarios, Eusebio era vestido de gobernador. "Fíjese Ud. -dice un testigo- qué disparates no hablaría, qué groserías, qué sandeces". "Rosas, con el loco sentado a su lado, llamó a votación de si había de beber medio frasco de vino en medio minuto..." Eusebio y el obispo Biguá eran los compañeros habituales del Restaurador en Palermo. No han dejado memorias personales, pero la vida, con semejante patrón, debió serles a veces bastante dura. Cuenta V. L. López: "Montarlos en un peludo, atarles cohetes en el pescuezo, inflarles los intestinos con un fuelle, hacerlos sentar sobre un hormiguero, eran sus entretenimientos más refinados". Y Vicuña Mackenna, otro historiador, redondea así su crónica de una "soirée" con invitados extranjeros en Palermo: "La aparición de alguno de los bufones en uniforme de mariscal, brincando a cuatro patas con El Restaurador montado en el lomo, daba una nota vernacular a ese Califato pastoril". Seamos optimistas. ¿No es cierto que hemos avanzado desde entonces?
     
     
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