Miércoles 24 de julio de 2002
 

El sindicato de los viejos políticos

 

Por Jorge Castañeda

  Vituperados por el pueblo y desmerecidos como esos viejos daguerrotipos de color sepia, aún los viejos políticos tratan de mantener sus antiguos privilegios de clase. Corporativos, encerrados dentro de sus vetustas armaduras son como aquellos viejos señores feudales que aventados por los vientos de tiempos nuevos se resisten a resignar sus antiguos conceptos de la política y sus urgencias.
No perciben las exigencias que la sociedad argentina les pide a gritos: dejar el internismo de sus partidos políticos, mostrar condiciones de estadistas, privilegiar el destino de la Nación sobre sus intereses personales y mezquinos, abandonar la obsecuencia a doctrinas desmerecidas, recuperar la ética y los valores trascendentes, buscar alternativas superadoras para los problemas del país porque, como dice el Evangelio, "no se puede echar el vino nuevo en odres viejos".
Como Ludovico Sforza, llamado el Moro porque tomó como divisa la morera: árbol muy sabio, según Plinio el viejo, que florece muy rápido y simboliza la habilidad de gobernarse según el tiempo, los políticos argentinos deben hallar nuevos caminos fuera de sus rígidas concepciones partidarias para superar la crisis y encontrar el rumbo de un país arrutado y en decadencia.
No es el momento de temerosos ni de timoratos. La crisis está mostrando las fisuras de sus instituciones y la clase política es la más expuesta, tal vez porque en vez de privilegiar para los cargos de gobierno a los más capaces e idóneos, ha hecho de la política una nueva profesión liberal donde sus actores de por vida se suceden en los distintos nichos de las administraciones, defendiendo sus privilegios de "clase política".
Armando Juan Du Plessis, cardenal de Richelieu, ese gran ministro de Francia que no tenía ni vastos propósitos ni planes, tenía un método: "En política -decía- uno se ve más conducido por la necesidad de las cosas que por una voluntad preestablecida", lo que constituye la última sabiduría de los hombres de acción. Desgraciadamente nuestros políticos tradicionales -siempre los mismos- encorsetados en sus viejos dogmas, los que si en otros tiempos fueron adecuados hoy no sirven como alternativas para la dinámica de un mundo nuevo ante las vicisitudes que trae toda época de cambios, fueron dejando jirones de sus discursos y plataformas, fracasando en su intento de dar con las respuestas adecuadas a esos problemas, provocando el desencanto en sus electores, porque el estadista debe conducir, como decía el sabio cardenal, urgido por las necesidades de la Nación y no acotado en sus acciones por los rígidos y anticuados esquemas sectoriales de sus partidos políticos.
Los que integran el sindicato de los viejos políticos son, al decir de Paul Valéry, "unos miserables que han preferido jugar a armagnacs y a borgoñeses, en vez de asumir en toda la tierra el gran papel que los romanos supieron asumir y mantener durante siglos en el mundo de su tiempo".
Los viejos políticos de la Argentina de nuestro tiempo -que pueden ser muy jóvenes- abrumando con frases remanidas y verdades de perogrullo fatigan a las audiencias, fatigándose ellos mismos de programa en programa, en vez de intentar elaborar un proyecto de gobierno creíble y sustentable para ponerlo en práctica en un país que cada vez más necesita imperiosamente de él.
Porque el meollo del problema nacional para encontrar una salida a nuestras acuciantes dificultades no son las elecciones anticipadas ni tampoco la caducidad de los mandatos, ni que se vayan todos, sino que consiste en elaborar un pensamiento político que, aunando las voluntades mayoritarias de todos los sectores de la vida nacional, sea la herramienta adecuada para resolver la triste circunstancia que nos tiene postrados y al borde de la disolución. Para eso se necesitan estadistas de reflexión lúcida y pensamiento esclarecido.
Y para encontrar ese pensamiento totalizador es adecuado citar a Boileau cuando en el prefacio de la edición de las Sátiras escribió que "por mucho que una obra sea aprobada por un pequeño número de entendidos, si no está colmada de cierto atractivo y de cierta sal, aptos para satisfacer el gusto general de los hombres, jamás pasará por una buena obra y los mismos entendidos tendrán que confesar al fin que se habían equivocado al darle su aprobación. Y si se me pregunta en qué consiste este atractivo y esta sal, contestaré que se trata de un no sé qué, que se puede sentir mejor que expresar. A mi juicio, sin embargo, consiste principalmente en no presentar jamás más que pensamientos verdaderos y expresiones justas. El espíritu del hombre está naturalmente lleno de un número infinito de ideas confusas de lo verdadero, que a menudo sólo entrevé a medias y nada le resulta más agradable que el hecho de que alguien le ofrezca alguna de esas ideas bien aclarada y expuesta a buena luz. ¿Qué es un pensamiento nuevo, brillante, extraordinario? No es, como se imaginan los ignorantes, un pensamiento que nadie haya tenido ni debido tener jamás; es, por el contrario, un pensamiento que ha debido sobrevenir a todo el mundo y que alguien acierta a expresar por primera vez".
¿Será posible encontrar en el sindicato de los viejos políticos alguno que atine con su pensamiento a dar un sentido y un sentido positivo a la incertidumbre de nuestros días? ¿Que encuentre como un común denominador la idea rectora que nos identifique como ciudadanos?
Si así no sucede, el presente será azaroso y el futuro, incierto y doloroso.
     
     
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