Sábado 20 de julio de 2002
 

Libélulas

 

Por Jorge Gadano

  Es difícil definir en qué consiste la política en la Argentina de hoy. Si uno piensa en consistencia, no consiste en nada, por lo que tiene de frágil, transitorio, efímero. Es menos complicado decir que ya no es lo que era antes, porque está a la vista de cualquiera que los dos grandes partidos que fueron el sostén del sistema político argentino están en trance de desaparición. Sobreviven aún sus nombres, sus siglas, pero están huérfanos de los liderazgos que les dieron vida y padecen un acelerado proceso de fragmentación.
Si bien no se atreve a proponerse para volver a la jefatura del Estado, Alfonsín se resiste a desaparecer de la escena que, voraz, se lo ha tragado. Menem se atreve a todo, pero sólo puede aparecer, con la aureola de su muñeca trasandina, protegido por policías públicos y privados. Porque aunque la Justicia lo haya dejado en libertad, su pasado lo condena ante la opinión pública.
Es verdad, no obstante, que como la Argentina se cotiza tan bajo, es posible llegar con poco más de un 20% de los votos a la Presidencia de la República. Menem podría lograrlo. Tiene dinero -mucho- y aparato para imponerse en la interna del justicialismo, y es el único candidato firme para la general de marzo del 2003. Otros que lo superan en intención de voto -Carrió, Zamora- todavía no han decidido qué harán, sin contar con que no hay entre ellos "afectio societatis" a pesar de que sus partidos, individualmente considerados, no podrían sumar tantos votos como el PJ encolumnado detrás de Menem.
Lo que Menem no puede es blanquearse porque su pasado es demasiado denso. Aunque el desastre se precipitó después de su salida del poder, hay mucha gente que sabe, o por lo menos sospecha, que él carga con la principal responsabilidad. Y por otra parte, a más de una década de su arribo a la Casa Rosada, la legión de fieles que lo acompaña -su hermano Eduardo, Kohan, Arias, Granillo, Bauzá, Corach que vuelve de Oxford- esparce a su paso un vaho que dificulta la respiración de la buena gente que aspira a sobrevivir. Una década después el menemismo da miedo, aun a quienes fueron sus beneficiarios.
De modo que si lo que se pretende es un cambio -aunque sólo sea gatopardista, para que todo siga igual- hay que traer otros rostros. Dicho de otra manera, limpiar las pantallas de la tevé con caras nuevas.
No lo son, por cierto, las de los señores feudales como el salteño Romero, Kirchner, Rodríguez Saá, que miran hacia la presidencia en medio de un partido anarquizado. También a ellos les alcanzan los estigmas del pasado.
Las "caras nuevas" fueron inventadas por Menem cuando convirtió en políticos exitosos a Ramón Ortega y a Carlos Reutemann. Pareció que la política se transformaría en un espectáculo cuando Leo Dan, el Soldado Chamamé y Ricky Maravilla soñaron con gobernar sus provincias. No fue posible porque en esas provincias no había vacantes; tampoco fue necesario: el menemismo, por sí mismo, ya había logrado instalar en el poder al mayor espectáculo de la historia argentina.
Las figuras limpias de hoy, convenientemente blanqueadas en algún caso, son gente como Mauricio Macri, Patricia Bullrich o Gustavo Beliz. Como libélulas, se posan en uno u otro espacio de la política, construyen imagen positiva, juntan simpatías, tocan y se van. Son leves, de buenos modales, sonríen y esparcen mensajes blandos, manuables y lo bastante amplios como para ser adaptados a cualquier circunstancia.
Ser radical o ser peronista era una parte importante de la identidad de millones de argentinos. Los radicales eran "correligionarios" entre sí, añoraban a don Hipólito y no olvidaban que el romántico fundador Leandro Alem había marcado al partido con la consigna ética "que se rompa, pero que no se doble". En el justicialismo el líder había proclamado que "para un peronista no hay nada mejor que otro peronista". Y bien: es visible hoy que de rupturas y dobleces la UCR tiene mucho para mostrar en su centenaria historia, y que en el peronismo Eduardo Duhalde está convencido de que cualquier argentino es mejor que Carlos Menem, y a la inversa.
El nuevo estilo político, en contraste, cultiva la levedad de las libélulas. No importa demasiado el nombre del partido. El de Bullrich es "Unión por Todos", pero también podría llamarse "Todos por la Unión". Macri se sustenta en una fundación, "Creer para Crecer". Beliz, más vendedor, se ofrece como "Nueva Dirigencia". Ellos encabezan esas agrupaciones, pero no son ya conductores ni siquiera líderes, y ni hablar de caudillos. Apenas se los considera "referentes", personas que están un poco por encima y por delante de sus seguidores, los referenciados. ¿Qué más puede decirse de alguien designado como "referente"? Nada es demasiado cierto, ni asible, ni sólido. Desaparece el compromiso, pero también la traición.
Seguramente, ninguno de los portadores del nuevo estilo será el primero entre los aspirantes al cargo máximo. Pero es que tampoco son de los que se lanzan al todo o nada. No ahora, al menos. Son jóvenes, tan dispuestos a escalar como a afirmarse en cada escalón.
     
     
Tapa || Economía | Políticas | Regionales | Sociedad | Deportes | Cultura || Todos los títulos | Breves ||
Ediciones anteriores | Editorial | Artículos | Cartas de lectores || El tiempo | Clasificados | Turismo | Mapa del sitio
Escríbanos || Patagonia Jurásica | Cocina | Guía del ocio | Informática | El Económico | Educación