Miércoles 17 de julio de 2002
 

Lázaro

 

Por Héctor Ciapuscio

  En el colegio nos enseñaron que los antiguos griegos eran muy inteligentes. Entre otras cosas importantes -filosofía, artes, literatura- inventaron la democracia. También eran bravos en la guerra. Ante la invasión del imperio persa, su epopeya militar fue pautada por tres espléndidas batallas: Maratón, Salamina y Platea. Los respectivos generales, cubiertos de gloria en esos combates de la libertad contra el despotismo, se llamaban Milcíades, Temístocles y Arístides. Sin embargo, como muestra de la independencia civil, el primero murió en prisión y los dos últimos sufrieron el castigo de una práctica previsora: el ostracismo.
¿En qué consistía esta peculiar "téchne" política? Aristóteles dice que fue introducida en la reforma constitucional de Clístenes para preservar la democracia. El ostracismo consistía en el voto con conchillas ("óstracoi " en griego, de ahí "ostracismo") en las que los ciudadanos de Atenas escribían su acuerdo o desacuerdo sobre si un político importante se había convertido, por demasiado importante, en una amenaza para la democracia. Si se resolvía "sí", el personaje debía ausentarse del país en diez días y permanecer afuera por diez años. No perdía, sin embargo, sus bienes (como fue después en el duro "exilium" romano, que era, además, de por vida). La práctica del alejamiento era un anticuerpo de personajes ambiciosos. El caso de Arístides es paradigmático. Cuando fue condenado nada le valió la pública consideración de ser "el mejor y el más justo de los hombres". Se lo consideró un peligro para el orden establecido y el pueblo se desembarazó de él. Lo hizo del mismo modo con varios demagogos.
Tenemos una aplicación para este introito de historia griega: las desventuras políticas de la Argentina desde 1930. Durante la mayor parte de ese lapso histórico, sin democracia y sin ostracismo, la función de apartar a los hombres peligrosos para el orden establecido fue cumplida por los militares. Erráticamente y a su gusto, naturalmente. Uno de los afectados fue Perón. Un historiador que lo juzga sin melindres -le adjudica a él y su gente la responsabilidad mayor en el proceso de la decadencia argentina - es Paul Johnson en su "best-seller" sobre el siglo XX titulado "Tiempos modernos". Escribe, haciendo un repaso de su destierro y retorno: "En 1968, el general Lanusse, jefe de los militares, juró: "Si ese hombre...vuelve a poner el pie en este país, uno de nosotros, él o yo, saldrá muerto". "Cinco años más tarde -sigue el historiador - en su condición de presidente, organizó las elecciones que dieron una abrumadora mayoría y de nuevo el poder a Perón, entonces de setenta y nueve años; un caso, como dijo el doctor Samuel Johnson del segundo matrimonio, de "triunfo de la esperanza sobre la experiencia".
Ahora, en el 2002, en medio de uno de los peores momentos de desesperanza de la sociedad ha surgido un mesiánico que machaca, habiendo sido factótum de esta ruina del país, en que será su salvador. Que impresiona a los creyentes en la difunta Correa y amedrenta a los magistrados que deberían condenarlo. Y es entonces cuando uno, humillado en su sensibilidad estética y moral, se pregunta: ¿Cómo desembarazarnos de este Lázaro resucitado, de este perturbador malicioso, de este agitador incansable? ¿Cómo preservar lo que nos queda de decoro y racionalidad política? No tenemos ostracismo como los griegos. No tenemos militares -Dios sea loado - dispuestos a hacerse cargo de la función. No tenemos un Cicerón que desde un Senado como el de la República Romana lo saque afuera espetándole en la cara sus terribles catilinarias que comienzan "¿Quo usque tandem...?" (¿Hasta cuándo, finalmente, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?..."). Tenemos, sí, la posibilidad de comicios para ponerlo en el lugar debido, pero esos comicios están demasiado lejos para nuestras urgencias higiénicas. Teníamos la esperanza de que los medios lo ignorasen, pusieran sus gestos en sordina, que no se prestaran a sus fabulaciones y amenazas. Que aplicaran algo moralmente parecido al ostracismo, aquel antídoto de los griegos contra demagogos y para la salud de su democracia. No censura, pero sí buen gusto y responsabilidad republicana. Pero la mayoría de ellos nos están defraudando otra vez, le ceden titulares, difunden sus encuestas truchas, nos ofenden con su imagen repetida.
En fin.... Para desdramatizar el reclamo podría servir aquí una anécdota de la "belle époque" porteña. Cuenta que cierta vez un buen señor leyó su propio nombre en la sección necrológica de un gran diario, prestigioso por tradición y seriedad. Indignado, le reclamó al director que rectificara la equivocada información de su deceso. El director le respondió primero, enérgicamente, que su diario jamás se rectificaba. Luego, más contemporizador, sugirió que, en todo caso, podía incorporar nombre y apellido en la sección "Nacimientos" de "Sociales".
Real o ficticia, esa actitud del director del diario suena como de fibra. Pero, volviendo a nuestro problema con el resucitado y molestos como el señor de la necrológica, ¿no deberíamos pedirles a esos medios que dejen de hacerle el juego, de prestar eco a sus delirios, de darle prensa? ¿No tenemos acaso el derecho de esperar que sus responsables, aplicando una regla de discreción democrática del tipo de la de Atenas, hagan como ese tozudo director de la anécdota y se nieguen a darle oxígeno, a exhumarlo de la lista y el lugar al que, como Lázaro, pertenece? Sin compensarlo, claro está, injertando su nombre en la sección rosa de "Advenimientos"...
     
     
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