Lunes 15 de julio de 2002
 

Cinco olvidados

 

Por Susana Mazza Ramos

  Borges dijo una vez que "... la historia es un acontecimiento presente, es el tiempo mortal de nuestra sustancia, no un frígido y tedioso museo de aniversarios y láminas".
Ese tiempo mortal de nuestra sustancia necesidad alimentarse, y lo hace con los hechos diarios, los fracasos, los sueños, los errores, las angustias, las miserias, los breves momentos felices, y básicamente, con las obras -buenas, malas o simplemente perfectibles- de todos los hombres.
En la Argentina de los últimos años existen entre otros tantos, cinco ilustres ciudadanos olvidados -aun cuando sus obras y méritos han enriquecido sobradamente la historia de nuestro país- por lo que tal vez sea oportuno que una breve recordación repare de alguna manera nuestro lamentable olvido.
En 1936, quien fuera ministro de Instrucción Pública, de Justicia y Relaciones Exteriores y posteriormente rector de la Universidad de Buenos Aires, el abogado Carlos Saavedra Lamas, honró a la Argentina al recibir el Premio Nobel de la Paz.
Once años después, en 1947, el médico fisiólogo Bernardo Alberto Houssay -juntamente con los estadounidenses Carl y Gerti Cori- recibió el Premio Nobel de Medicina y Fisiología por su trabajo sobre metabolismo de los hidratos de carbono -especialmente sobre las correlaciones entre la diabetes y la hipófisis- reafirmando el reconocimiento mundial que ya había logrado en 1945, con su obra "Fisiología humana".
Un modesto y brillante hombre de ciencia, el bioquímico Luis Federico Leloir, fue premiado con el Premio Nobel de Química en 1970 por su descubrimiento de la molécula denominada UPDG (Uridina difosfato glucosa), que interviene en el metabolismo de los azúcares. Su brillante investigación permitió comprender el mecanismo por el cual los hidratos de carbono se transforman y proveen energía a las células.
En pleno proceso militar, un arquitecto que sufrió detención y torturas, el fundador del Servicio de Justicia y Paz, Adolfo Pérez Esquivel, fue galardonado en 1980 con el Nobel de la Paz, permitiendo que el premio en esa categoría tan trascendente fuera el segundo para la República Argentina.
En el mes de diciembre de 1984, el bioquímico e investigador argentino residente en Gran Bretaña desde 1963, César Milstein, recibió el Nobel de Medicina y Fisiología -junto al alemán G. J. Kholer y el británico N. K. Jerne- por su trabajo referido al sistema inmunológico al producir anticuerpos monoclonales que reconocen en la sangre moléculas extrañas a dicho sistema.
Como particularidad regional, cabe el recuerdo de algunos memoriosos vecinos de Lamarque, según los cuales el Dr. Milstein, siendo niño acompañó en varios viajes a su padre a la zona, ya que desde Bahía Blanca llegaba al Valle Medio rionegrino para aprovisionar a los habitantes de puestos ganaderos.
Recordar estos cinco nombres no es tarea difícil -especialmente después de lograrlo con dificultosos nombres de jugadores mundialistas- pero pareciera que es una labor cuasi inconducente, ya que son pocos los argentinos que reparan en la grandeza de sus logros y en el legado que dejaron, cuando a diario claman a voz en cuello por modelos a seguir en la alocada persecución de valores y ejemplos que agonizan.
En nuestra incesante búsqueda de ciudadanos íntegros, capaces y confiables, pocas veces reflexionamos sobre quienes demostraron esas virtudes fuera de los escenarios del poder, sea éste político-partidario, o el mundo fugaz de los shows mediáticos, del fagocitante ambiente del espectáculo, de la rutilante casta empresarial, o de todos los hábitats considerados exitosos y adecuados para quien no desea ser un "fracasado".
Sin embargo, es posible que nos falte meditar sobre la existencia de otros escenarios -el laboratorio, el aula, el campo, el taller, etc.- donde muchos argentinos generalmente "olvidados", trabajaron, enseñaron y sembraron, sin pedir nada a cambio.
     
     
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