Sábado 13 de julio de 2002
 

Responsables de
la decadencia argentina

 

Por Rodolfo Gabriel Medrano (*)

  Argentina, hoy. Hambre, desocupación, miseria, desamparo, desesperanza, violencia, inseguridad, los servicios de educación y salud heridos de muerte, los ancianos en situación de abandono. Un Estado superpoblado, dispendioso e ineficiente, omiso en suministrar las prestaciones fundamentales a que está obligado, con una deuda exorbitante, vacío de autoridad y soberanía, humillantemente sometido a las exigencias de los países y organismos internacionales que administran el mundo. Sin empresas estatales -malvendidas en turbias negociaciones- ni empresas privadas nacionales -enajenadas a capitales foráneos-. Una sociedad viciada, en descomposición. Un país que carga con la ignominia de su ubicación en el puesto 57, sobre un total de 91 países en los que se estudiaron los índices de percepción de la corrupción (Diario "Río Negro" del 8/5/2002, pág. 2).
En la vida de los pueblos, como en la realidad toda, no hay nada casual. A nuestras acciones, inexorablemente, debían seguir estas consecuencias.
En un análisis que a mi juicio parte de la consideración de los efectos, no de las causas, pretendiendo en consecuencia operar respecto de aquéllos y no de éstas, hay quienes sostienen que los problemas argentinos tienen sus raíces en la economía -luego, bastaría con tomar acertadas medidas económicas para revertir nuestra situación-. Otros opinan que las dificultades son de orden político -en consecuencia, sería suficiente recurrir a variantes de liderazgo, legitimidad en la representación o cambios en la estructura de las instituciones para solucionar nuestras desgracias-. No comparto ninguna de estas conjeturas.
Sin olvidar que en todo fenómeno social confluye un sinnúmero de factores (económicos, políticos, religiosos, culturales, geográficos), que además interactúan y se influyen recíprocamente, en mi modesta opinión las raíces de los actuales problemas de la sociedad argentina, las causas últimas, están vinculadas fundamentalmente con la pérdida de los valores morales, la inobservancia de principios esenciales y el incumplimiento de las normas (ya sean jurídicas, morales o de convivencia). A saber, básicamente: de la honestidad, ética, responsabilidad, contracción al trabajo, solidaridad, respeto por los derechos de los demás, humildad, patriotismo (no patrioterismo), vocación de servicio, principio de autoridad (no autoritarismo). Con la agravante de que por sobre las conductas signadas por la pérdida de estos valores se extiende un manto de impunidad que contribuye a la descomposición social.
Todo ello, sin perjuicio de destacar -a fin de evitar generalizaciones injustas o carentes de objetividad- el proceder de innumerables individuos virtuosos que con sus acciones siguen aportando la cuota de rectitud, que manteniendo un precario equilibrio evita la disolución total.
No faltan quienes restan entidad a los valores, pretendiendo relegarlos al campo de las abstracciones. Por el contrario, los estimo íntimamente vinculados con lo concreto, en cuanto son fundamentalmente los valores los que condicionan la conducta de los seres humanos, y es la conducta de las personas la que estructura y modifica la realidad. ¿Hay acaso algo más concreto que la realidad?
Sostenía el maestro Carlos Nino ("Un país al margen de la ley"), definiendo como "anomia" la falta de obediencia a toda clase de normas, que este fenómeno era típico de la sociedad argentina y causa de nuestras permanentes dificultades, ya que solamente en un ámbito de respeto a las normas que regulan las relaciones humanas pueden lograrse la armonía y el orden imprescindibles para la convivencia en paz, el ejercicio de los derechos, el desarrollo y el progreso.
Finalmente, y en cuanto a la impunidad, sabemos que todo ordenamiento normativo, para ser efectivo, va siempre acompañado de un régimen sancionatorio para aquellos que lo violan. El sometimiento a las normas que regulan la convivencia sólo se concreta por convicción (que es lo ideal, cuando un pueblo comprende que las normas se han hecho para respetarlas y que de lo contrario se cae en la anarquía o el caos) o por coerción. No puede haber omisiones ni excepciones en su aplicación.
Creo que una sociedad en la que confluyen las carencias señaladas, carece de aptitud tanto para asegurar la dignidad de sus integrantes, como para generar un porvenir venturoso.
Uno de los tópicos de permanente análisis, en relación con este estado de cosas, es el de la adjudicación de responsabilidades. En tal sentido, cabe destacar, en primer lugar, nuestra perversa y arraigada costumbre de no asumir las culpas o de atribuir las culpas de todo lo malo a los demás. Hasta el punto de acuñar una frase en la que (en el afán de permanecer en un terreno de neutralidad o ajenidad que nos evite imputaciones) a la irresponsabilidad le hemos puesto el sello de nuestra nacionalidad: "Yo, argentino". La falta de aceptación de los vicios y los errores, en una suerte de juego interminable de negaciones, justificaciones, subterfugios e inculpaciones -a veces recíprocas- nos conduciría a la dilución de la responsabilidad, si no fuera porque el recto criterio, que siempre nos permite superar las trabas de la hipocresía, desnuda una serie de responsabilidades, a mi juicio, demasiado evidentes, producto de conductas carentes de los valores a cuya pérdida refería al principio. En segundo lugar, creo que existen grados de responsabilidad. A mayor poder o autoridad, mayor responsabilidad. En cuanto el ejercicio del poder y la autoridad en cuotas mayúsculas afecta e influye, a través de actos y ejemplos, a un mayor número de personas. Sin por ello descartar la importancia de las conductas viciosas individuales que, sumadas, tienen un enorme poder destructivo del tejido social.
Luego, y en un proceso paulatino de lejano origen, son responsables desde los funcionarios corruptos que se enriquecieron a costa del país, hasta el ciudadano que no paga sus impuestos. Desde los gobernantes que le pusieron una bisagra a la historia, reemplazando la cultura constructiva y dignificante del trabajo y el esfuerzo propio, por la cultura destructiva y denigrante de la dádiva y el facilismo, hasta el que cruza con semáforo en rojo, estaciona frente a un garaje o destruye un árbol. Desde los que enajenaron y extranjerizaron nuestras empresas estatales, hasta los empresarios que hicieron lo propio con las suyas, en ambos casos, vaciándonos de poder económico en beneficio de intereses que no son los del país. Desde los coimeros, hasta los que dañan los bienes, ya sean públicos o privados. Desde los políticos que desdeñando el principio de idoneidad (técnica y moral -art. 16 Constitución Nacional-) llenaron la administración pública de amigos, parientes, partidarios, aportantes, recomendados, ejercitaron los peores vicios de la política, usaron y abusaron de sus cargos en beneficio individual o sectorial, hasta el impuntual, el que no entrega su trabajo en el término estipulado o el que no cumple lo acordado. Desde los que instalaron la cultura de las finanzas y la especulación en reemplazo de la cultura de la producción, hasta los que miraron para otro lado mientras la corrupción no los afectó. Desde los miembros de los órganos de control que no cumplieron con su función, hasta los que prometen lo que saben que no pueden realizar. Desde los grandes violadores de los derechos humanos, hasta los tecnócratas que convierten seres humanos que sienten y sufren, en números de prolijas y asépticas estadísticas. Desde los exportadores que envían productos de mala calidad, perjudicando la credibilidad de sus pares y el prestigio de nuestra producción, hasta los que se apropian de fondos y materiales de ayuda a los desamparados. Los demagogos. Los que ejercieron la diplomacia del mero protocolo, en vez de difundir el conocimiento de nuestro país, promocionar nuestros productos, crear vínculos comerciales y abrir nuevos mercados para nuestras exportaciones. Los que vaciaron las obras sociales. Los que permanentemente hacen referencia a sus derechos, pero jamás a sus deberes (decía un autor español, cuyo nombre ya no recuerdo, que hacer hincapié en los derechos llevaba al egoísmo, insistir en los deberes, en cambio, conducía a la solidaridad). Los que contrajeron nuestra deuda exorbitante. Los que practican la democracia meramente formal. Los mercenarios que colaboran para imponer los intereses que no son los nuestros.
En esta incompleta galería de responsables de la decadencia -cuyas referencias pueden o no ser compartidas- caben, en fin, todos los que escupieron sobre la tumba de millones de argentinos –tanto ilustres como anónimos- que con esfuerzo, sacrificio, y legándonos ejemplos de vida, defendieron nuestro territorio, nuestros recursos, organizaron nuestras empresas e instituciones o aportaron a la construcción de un país con dignidad. Resulta innoble el desprecio a tanto mérito, a tanto ahínco; deviene imperdonable la destrucción de lo que a tantos costó construir. Y a esta altura de los acontecimientos, se advierte con tristeza que no hemos recuperado, ni siquiera, la vergüenza.
Ignoro como pueden recuperarse los valores perdidos. En lo personal, creo que cada uno de nosotros, dentro de nuestra órbita de actuación, sin bajar los brazos, debemos procurar actuar con rectitud, sembrando buenos ejemplos, participando con responsabilidad en el cambio que ansiamos, controlando, comprometiéndonos. Creo en la tremenda potencialidad transformadora de las fuerzas morales. La historia está plagada de ejemplos. La fortaleza se obtiene a través de las virtudes; los vicios, en cambio, debilitan. Un país que no tiene fortaleza interna, mal puede tenerla para con el exterior. Creo también que la dignificación del hombre se opera fundamentalmente a partir del trabajo y la educación. Creo, por último, que de no recuperar los valores perdidos y el respeto por las normas, seguiremos condenados a la indignidad y al fracaso.

* Ex vocal del Tribunal Superior
de Justicia de Neuquén
     
     
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