Viernes 12 de julio de 2002
 

Ilusiones electorales

 

James Neilson

  Nada está seguro en este mundo, pero es probable que al adelantar las elecciones presidenciales Eduardo Duhalde haya logrado ahorrarse un final ignominioso equiparable con el experimentado por Fernando de la Rúa. Aunque a juicio de algunos el 30 de marzo del 2003 queda demasiado lejos, la verdad es que nueve meses no son muchos para resolver las internas partidarias, que amenazan con ser feroces, confeccionar plataformas creíbles y crear candidaturas convincentes. Si bien se trata de trámites que deberían haberse cumplido hace por lo menos medio año cuando todos ya sabían que dentro de poco la Argentina necesitaría un gobierno muy distinto del improvisado por la Alianza radical-frepasista, entre las muchas particularidades de la "crisis" actual está la resistencia de los dirigentes políticos a hacerle frente. Es realmente asombroso que aún no se hayan plasmado varios movimientos firmemente resueltos a vender sus propias "soluciones" para el desaguisado extraordinario que se las han arreglado para elaborar, pero sucede que no ha asomado ninguno. Huelga decir que la negativa así supuesta está en la raíz de buena parte de los problemas nacionales.
¿Servirá la proximidad relativa de las elecciones para que los "dirigentes" por fin acepten concentrarse en el desafío planteado por una crisis, que en opinión de los pesimistas merece calificarse de terminal? Pocos lo creerán. En teoría, las elecciones ayudan a aclarar las cosas, a distinguir lo importante de lo meramente divertido, lo permanente de lo coyuntural, pero en realidad suelen tener un efecto contrario. Por depender tanto los candidatos de su imagen -es decir, de una impresión falsa-, que forzosamente tendrá que seducir a millones de personas, suelen aludir más a los beneficios que supondría su eventual triunfo que a las medidas antipáticas que les será preciso tomar. Asimismo, en el mundo moderno es habitual que los torneos electorales degeneren en competencias casi deportivas que brindan "alegrías" y "tristezas" muy similares a las repartidas por el fútbol. No es descartable, pues, que la larga campaña electoral que se ha iniciado sirva para distraer no sólo a "los políticos", sino también a "la gente" del desastre colectivo que está despedazando al país.
Ya es tradicional achacar el estado siempre decepcionante de la Argentina a las actividades de los miembros de un sector determinado: los peronistas, los subversivos, los militares, los sindicalistas, los radicales, los menemistas, los neoliberales, los banqueros y, últimamente, "los políticos". Es una forma de decir que "la gente" es espléndida y todo andaría sobre rieles si no fuera por la presencia de bandas de intrusos, cuando no de infiltrados, de suerte que la "solución"consistiría en expulsar a los malvados. Por desgracia, el asunto dista de ser tan sencillo. Mal que les pese a los depuradores de turno, peronistas, subversivos, militares, políticos, etc. son "gente" también. En su conjunto, conforman buena parte del país. Insinuar que son los únicos culpables equivale a negarse a afrontar la verdad evidente de que, puesto que la sociedad funciona llamativamente mal desde hace más de medio siglo, para que sea "viable" los cambios tendrán que ser profundos y, es obvio, para muchos dolorosos.
Si todos "los políticos" se fueran, su lugar sería ocupado por otros que, productos de la misma sociedad, serían virtualmente idénticos. Incluso si en un arranque de abnegación sin precedentes los jefes partidarios optaran por desmantelar el PJ, la UCR, lo que todavía queda del Frepaso y el ARI aún embrionario, las ventajas que conllevaría la destrucción de las redes clientelares que los partidos han tejido se verían canceladas pronto, porque la sociedad argentina es sistemáticamente clientelista. En una palabra, a menos que la cultura subyacente se modifique, los cambios que se intenten serán superficiales.
Con todo, las sociedades evolucionan aunque sean tan conservadoras como la argentina. Por necesitar los políticos profesionales contar con cierta cantidad de votos, ellos se ven obligados a acompañar a sus compatriotas: caso contrario, son reemplazados por otros más actualizados. En todas partes los políticos, lo mismo que los burócratas estatales, tratan de defenderse contra la veleidad del electorado inventándose privilegios que incorporarán a la Constitución nacional, pero mediante tales maniobras sólo consiguen atrasar el día del juicio final, el que, para los radicales, podría ser inminente.
¿Está cambiando "la gente"? A primera vista, parecería que sí, pero si lo examinamos, la evidencia no es tan persuasiva como los optimistas quisieran creer. Por cierto, el lema popular "que se vayan todos" no significa que el pueblo se haya decidido emprender un rumbo distinto: antes bien, es síntoma del mismo consenso que se formó a comienzos de los años setenta, cuando tantas personas se convertían en peronistas, en 1976 cuando todos tuvieron que irse porque una vez más los tanques se habían puesto en marcha y en 1983, cuando "la democracia" permitiría el enésimo borrón y cuenta nueva. Aunque los cambios eran considerados espectaculares, no incidieron mucho en las estructuras básicas que con algunos retoques quedaron intactas.
La Argentina ha convivido con "la crisis" por tantas décadas que todos los sectores han elaborado estrategias destinadas a defender sus "conquistas" o, cuando menos, a minimizar sus propias pérdidas. La más frecuente, y más eficaz, ha consistido en hacer pensar que sus intereses particulares son aquellos del país, pretensión ésta que han compartido los militares, los sindicalistas, los dos grandes partidos políticos, los empresarios más ricos, los estatales, los eclesiásticos y, de manera menos organizada, los intelectuales y la clase media. Andando el tiempo el orden posibilitado por el egoísmo corporativo se ha visto erosionado por la falta de recursos, pero así y todo el único sector que ha sido forzado a dar un auténtico paso al costado ha sido el militar. Los demás, que están organizados de forma menos nítida, han tenido que resignarse a la caída de sus integrantes más vulnerables, pero aunque en el caso de la clase media las pérdidas han sido enormes, los voceros oficiales u oficiosos de los "sectores" siguen hablando como si se creyeran representantes de la Argentina como tal, razón por la que sería inconcebible pedirles subordinar sus intereses a un conjunto en cuya existencia apenas creen.
Todos los grupos, sectores y clases que conforman la Argentina están a la defensiva: como supervivientes de un regimiento diezmado que se encuentran detrás de las líneas enemigas, están resueltos a aferrarse a lo poco que han podido conservar. Dadas las circunstancias, tal actitud es comprensible, pero es evidente que impide que el país haga frente a su propia situación. Toda vez que el representante de un grupo determinado plantea una propuesta, los demás se combinan para frustrarla por entender que su instrumentación los perjudicaría. Asimismo, por ser tan terrible la condición del país, les es fácil concentrarse en denunciarla con el propósito, consciente o no, de silenciar a los rivales en potencia y de este modo evitar que se inicie un debate serio acerca de las opciones genuinamente disponibles.
Cuando la verdad es insoportable, la mayoría preferirá sustituirla por algo que le parezca menos repugnante, de ahí los esfuerzos tanto del gobierno duhaldista como de muchos comentaristas por exportar la crisis atribuyéndola al gobierno de Estados Unidos, al FMI o, en un plano más abstracto, al "neoliberalismo" y a la "globalización". No es que esperen que los norteamericanos, fondomonetaristas, neoliberales o globalizadores intervengan a fin de solucionar los problemas -por el contrario, los más se afirman indignados por las propuestas en tal sentido-, es que subrayar las connotaciones internacionales de la crisis les brinda un pretexto a su parecer respetable para seguir negándose a enfrentarla. Desde su punto de vista, dicha estratagema ha resultado provechosa -ya han trascurrido más de seis meses a partir del colapso de la convertibilidad y el default sin que los vinculados con una clase dirigente que se aferra al pasado, aunque sólo fuera porque les encanta denunciar los aportes ajenos a la tragedia, hayan comenzado a pensar en lo que nos convendría hacer en el futuro. ¿La campaña electoral los obligará a hacerlo? Es posible, pero también lo es que los ayude a seguir postergando el reencuentro con la realidad y de este modo asegurar que la crisis se haga mucho más grave antes de que el país se anime a intentar superarla.
     
     
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