Martes 2 de julio de 2002
 

La prensa frente a la crisis

 

Por Héctor Ciapuscio

  En su autobiografía, escrita en 1939, el filósofo e historiador inglés R. G. Collingwood dejó páginas sobre el periodismo de su país que merecen recordarse. Sostenía que una opinión pública bien informada era condición para la vida de la democracia. Esta no es sólo una forma de gobierno, sino también una escuela de experiencia política coextensiva con la nación. Un sistema autocorrectivo y autosustentador. Todo anda bien en tanto los votantes puedan cumplir con su deber de estar informados adecuadamente en las cuestiones públicas. Con la mayoría bien informada, los necios y los pícaros no prevalecerán. Pero el sistema democrático se viene abajo si la mayoría está despistada, si el electorado está inmerso en la desinformación. Comprobaba que esto había sucedido en Gran Bretaña desde principios del siglo XX. Con plena libertad de prensa, los periódicos de la era victoriana se preocupaban ante todo por ofrecer a sus lectores informes completos y exactos sobre asuntos de interés público. Después, infortunadamente, había aparecido el "Daily Mail", con lema de ser "El diario para el hombre ocupado" -aquel que no tenía mucho tiempo para leer-, el primer periódico inglés para el cual la palabra "noticias" perdió su antiguo significado de hechos que el lector debía saber a fin de votar inteligentemente y adquirió un nuevo sentido de hechos que pudieran hacerle divertida la lectura. El lector ya no aprendía a votar, pues aprendía a pensar en las noticias no como una situación en que iba a actuar, sino como un mero espectáculo para los ratos de ocio. El nudo filosófico de la posición corruptora estaba, para él, en la aceptación del dogma "realista" según el cual los hechos y el pensamiento, la realidad y la ética, son mundos separados, independientes uno del otro.
Esta referencia prestigiosa es una base para ocuparnos de la prensa de nuestro propio país. Tenemos que alentar, al mismo tiempo que su plena libertad, la idea de que los diarios no son meros negocios, empresas comerciales o elementos de presión ideológica, sino agencias del bien común. Son agentes culturales y agentes políticos en el más preciso sentido del término. Esa es la razón y el valor de la libertad de prensa. Tienen, fundamentalmente, que mantener viva la memoria de los ciudadanos, ayudar a que no se conviertan en meros habitantes del presente. Desempeñan responsabilidades públicas y responsabilidades éticas. Tienen que dar elementos para que la gente se forme un juicio sobre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo valioso y lo que carece de valor. Deben indicarle al público dónde está el vicio y dónde la virtud. Así lo han sentido siempre los grandes periodistas. Porque lo que confunde es que no haya escala de valores, que no haya premios ni castigos, que todo se presente como si estuviésemos confabulados en una farsa o una novela picaresca. El diario, instrumento de diálogo de la sociedad con ella misma, posee, insistimos, una neta índole cultural. Es algo que tiene que ver más con el libro, la universidad y la escuela, que con el espectáculo, el entretenimiento y la exhibición.
Sería excesivo, claro está, pretender que la prensa argentina redima al país de sus desfallecimientos morales presentes o lo salve de los peligros del empecinamiento político y corporativo frente a la crisis, la pasmosa debilidad de los dirigentes y la incompetencia del gobierno. Pero no es mucho pedirle que lo ayude, y ayude a su futuro, esforzándose en ofrecer a los ciudadanos información sana y claramente articulada, en particular sobre quienes son propuestos para representarlos.

Un reclamo profesional

Tiempo atrás, al concluir su mandato al frente de la Asociación de Periodistas Argentinos, José Claudio Escribano formuló ante los editores de diarios del país una reflexión sobre la libertad de prensa y las relaciones sociedad - medios que tituló "Invitación al cuestionamiento" y que nos parece digna de revalidar en estos días oscuros. Dijo que hay entre el público, por variadas razones, cierta insatisfacción respecto del trabajo periodístico. Una razón es que no siempre se han sabido mantener valores propios frente, por un lado, a la influencia de la televisión con su "inmediatez embriagadora", y por el otro, a la demanda del mercado, "ese moderno dios pagano". Se preguntaba, como ejemplo, por qué se ha venido aceptando la "globalización" -"una religión apócrifa"- con un conformismo extravagante, sin promover mayor debate de ideas. Veía otra razón en el repliegue de la atención periodística desde los grandes problemas y los hechos importantes a la banalidad temática y los estereotipos exitosos, frívolos o transgresores. Discutía la concentración de medios, un peligro cierto si no se la examina con cuidado de la libertad y el pluralismo. Y en cuanto al propio instrumento de expresión, la palabra escrita, pedía convicción frente al desaliño y la procacidad -la incultura en el hueso- que han hecho camino real en la televisión y la radio. Pero también advertía avances. Por ejemplo, una actitud intelectualmente superior y más madura de la prensa frente a los poderes políticos, sociales y corporativos. "Ahora se echa menos basura debajo de las alfombras".
Finalmente, aquel nítido manifiesto de madurez profesional reclamaba un voto que en sí mismo encierra varios. Que el periodismo eduque y que aliente la comunicación de los pensadores y los capaces con la sociedad. "Que haya más Alberdis, más Sarmientos, más Malleas, otro monseñor Franceschi, otro Martínez Estrada, otro Sábato".
Era una invocación profunda y oportuna. Invitaba a que, de nuevo, la cultura, la ética y el patriotismo inspiren a la juventud a través de nuestros grandes modelos. Uno de los citados en el reclamo, casualmente, había escrito cuarenta años atrás algunas frases que podrían ser su devolución anticipada a este homenaje. Recordaba Ezequiel Martínez Estrada que en su niñez no tenía otros libros ni otra instrucción que los dos grandes diarios de entonces, "La Prensa" y "La Nación". Hallaba en ellos todos los días lectura no estupefaciente por dos horas. En esos diarios argentinos colaboraban las figuras más eminentes de las ciencias y las letras de todo el mundo. "Así -decía con un giro genial alusivo a su condición de autodidacta- pude desasnarme sin pisar el picadero".
     
     
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