Viernes 12 de julio de 2002
 

Pasividad presidencial

 

Duhalde habló como si fuera un dirigente opositor, no un presidente de la República, al advertir que la Argentina está "al borde de un derrumbe épico jamás conocido".

  Como es notorio, la Argentina es un país ciclotímico en el que períodos signados por la euforia insensata suelen alternar con otros en los que buena parte de sus habitantes se entrega a la autoflagelación, quejándose amargamente por lo cruel que le ha sido el destino. Se trata de dos formas de justificar la negativa de los responsables de gobernarla a actuar con el realismo exigido por las circunstancias. En tiempos en que predomina el triunfalismo, los gobernantes parecen imaginar que el país es tan maravilloso que pueden permitirse cualquier extravagancia, de ahí la decisión consensuada de vivir en base de dinero prestado por los bancos; en las épocas caracterizadas por la depresión, los mismos políticos dan a entender que la situación es tan espantosa que no pueden hacer nada. Así, pues, con una mezcla de rapacidad y miopía realmente extraordinaria, el gobierno de Carlos Menem dejó pasar una oportunidad acaso irrepetible para adaptar la Argentina a la coyuntura internacional imperante, mientras que los encabezados por Fernando de la Rúa primero y por Eduardo Duhalde después se limitarían a convivir con las consecuencias de la desidia corrupta y manirrota que se había institucionalizado durante la gestión del riojano.
En el acto de conmemoración de la Independencia que se celebró en Tucumán, Duhalde habló como si fuera un dirigente opositor, no el presidente de la República, advirtiendo que la Argentina está "en peligro" y "al borde de un derrumbe épico jamás conocido". Si bien a esta altura pocos discreparían con el análisis presidencial, hubiera convenido más que Duhalde se concentrara en lo que sería necesario hacer para "volver a ser una nación libre y soberana". Sin embargo, parece que no tiene la menor idea y, lo que es peor, que está convencido de que no le corresponde preocuparse por el vacío intelectual así supuesto. Por cierto, sería bueno que Duhalde comprendiera que la recuperación precisará un tanto más que la voluntad de "todos los sectores sociales y políticos" de "trabajar unidos", porque el desastre no se ha debido a la falta de "unidad nacional" sino, por el contrario, a que desde hace décadas la mayoría de los dirigentes, acompañada por los demás, se ha comprometido con "proyectos" populistas fantasiosos. Las divisiones ideológicas que se dan aquí no son más graves que en otras partes, pero los "consensos" casi siempre han resultado ser letales.
Desafortunadamente, no existen muchos motivos para creer que estemos en vísperas de cambios significantes en este ámbito fundamental. Al hacer hincapié en la importancia de "la unidad", Duhalde, lo mismo que su antecesor De la Rúa, está tratando de insinuar que en última instancia otros deberían encargarse de la tarea de formular un programa concreto que, es innecesario decirlo, tendría forzosamente que ser muy distinto de los "consensuados" por el establishment peronista, radical y progresista que ha dominado la política nacional a partir de la Segunda Guerra Mundial, con consecuencias trágicas para la mayoría abrumadora de los argentinos. Igualmente engañosos son los comentarios de personajes como el arzobispo de Tucumán, monseñor Luis Villalba, quien ante Duhalde afirmó que "la crisis actual es fruto de la irresponsabilidad de quienes desde el poder no buscan el bien común sino el bien propio". Puede que las pautas éticas de nuestros políticos dejen muchísimo que desear, pero no son llamativamente inferiores a aquellas de sus homólogos norteamericanos, europeos y japoneses. La diferencia consiste en que en los países desarrollados la sociedad civil es menos caudillista y por lo tanto no está dispuesta a permitir que los políticos disfruten de privilegios escandalosos. De todos modos, si la salvación dependiera de una revolución moral harto improbable, no llegaría nunca, pero puesto que de producirse será el resultado de medidas concretas encaminadas a asegurar que el sistema capitalista funcione con mayor eficiencia -lo cual, huelga decirlo, supondría la reforma integral del Estado politizado, clientelista y parasitario que políticos como Duhalde están resueltos a defender-, un presidente menos opaco que el actual estaría en condiciones de dar comienzo al proceso de recuperación que tanto se ha demorado.
     
     
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