Miércoles 10 de julio de 2002
 

Un pedido razonable

 
  El FMI tiene muchos motivos para negarse a iniciar negociaciones serias con el gobierno del presidente Eduardo Duhalde. De éstos, el principal en este momento consiste en que lo cree incapaz de manejar la economía, razón por la que no serviría para nada enviarle grandes cantidades de dinero que con toda seguridad se esfumarían en un lapso muy breve. No sólo es cuestión de la confusión ideológica propia de personas que antes de llegar al poder se habían comprometido con vehemencia notable con políticas radicalmente distintas de las que se verían obligadas a aplicar, sino también de que a través de los años la clase dirigente nacional se las ha arreglado para erigir una serie de barreras jurídicas con el propósito de frenar los cambios que podrían perjudicar a sus integrantes, obra que, como es natural, ha privado a los reformistas en potencia de los instrumentos que necesitarían para transformar sus propuestas en realidades. Huelga decir que en una etapa de emergencia como la actual, la aparente imposibilidad de concretar medidas destinadas a atenuar las consecuencias del colapso ha dejado al país en un estado rayano a la parálisis.
Así las cosas, es más que comprensible que el FMI le haya reclamado al gobierno poner fin en seguida al "goteo" de fondos del corralito debido a los fallos formulados por jueces que se oponen por principio a la medida o que, en algunos casos, habrán basado sus sentencias en consideraciones extralegales. Aunque podría argüirse que el corralito mismo debería ser abandonado sin demora para que el mercado se encargue de la tarea de premiar a algunos y castigar con su ferocidad acostumbrada a otros, tanto para el gobierno actual como para su antecesor ha constituido el pilar de su política económica, acaso la única forma concebible de impedir que el sistema bancario se derrumbe por completo y que el país se precipite una vez más en una vorágine hiperinflacionaria. Frente a esta situación, insistir en que "el goteo" posibilitado por los amparos refleja la autonomía de la Justicia y la voluntad de las autoridades de respetar la ley no puede impresionar a nadie, salvo a los dispuestos a anteponer ciertos principios legales al interés de la comunidad y de la mayoría de sus miembros. Al fin y al cabo, si el país quiere sacrificarse en aras del apego hipotético de sus dirigentes al supuesto derecho de ciertos jueces a fijar la política económica, no debería sorprendernos que las instituciones internacionales se hayan resistido a subsidiarlo.
Es que desde el punto de vista de los poco habituados a las particularidades nacionales, el gobierno no se limita al presidente de turno más los dos o tres ministros y asesores que por motivos personales le son leales. Abarca a los legisladores oficialistas, a los gobernadores provinciales y también, obvio es decirlo, a los integrantes de la Corte Suprema, o sea, a todos los hombres y mujeres que en teoría son responsables de gobernar el conjunto. Aunque en todas partes habrá divisiones y rivalidades, se da por descontado que por lo común un gobierno legítimo tendrá el poder necesario para desempeñar sus tareas con cierta eficacia y que en tiempos de emergencia nacional recibirá el apoyo de los opositores moderados.
De más está decir que en este sentido, como en tantos otros, la Argentina es diferente. Aquí es "normal" que el presidente no tarde en verse abandonado no sólo por sus enemigos declarados, sino también por el "ala política" de su propio partido, por los gobernadores del mismo signo y por muchos otros que en teoría forman parte del "oficialismo". Asimismo, es habitual que jueces, en especial si son "mediáticos", aprovechen el sinfín de oportunidades que les brindan nuestras tradiciones jurídicas para tratar de desbaratar todas las iniciativas del Poder Ejecutivo. A pesar de que los intentos de diversos presidentes por presionar a la Justicia haya dado pie a una multitud de escándalos, en un país en el que el oposicionismo judicial siempre ha provocado problemas, algunos grotescos, es lógico que los mandatarios deseosos de impulsar cambios importantes sin tener que esperar varios años hayan querido contar con algunos amigos en la Corte Suprema porque tenerla en contra puede resultar más que suficiente como para hundir cualquier gestión.
     
     
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