Miércoles 10 de julio de 2002

 

Maldita suerte

 
  Nunca tuve la menor duda de su existencia. Dios podía ser una cuestión de orden filosófico pero no, del Caleuche sólo había certezas. Durante mi adolescencia salí tras la instantánea que me haría famoso. Junto con un amigo chilote, el Pepe, nos internábamos por los canales del sur en la lancha de su padre, la mayoría de los fines de semana del verano.
En una mochila metía una Polaroid, una brújula y un mapa de la Patagonia. Eran los "80, los turistas llegaban de a puñados al extremo de Sudamérica sin tener en claro qué buscaban. Unos hablaban de los glaciares, otros del alma.
El Pepe era de buen comer y el mar una fuente inagotable de platos exquisitos. No me preocupaba más que de llevar el postre: seis manzanas confitadas que nos dejaban relamiéndonos los dedos y el borde de los labios como dos gatos aburridos después de su cena.
En la breve embarcación cruzábamos el golfo Almirante Montt, bordeando islas que nos parecían gigantes somnolientos. Vimos, cerca de la Isla de los Muertos, cardúmenes de róbalos semejantes a prehistóricos animales marinos, lluvias de estrellas y cometas, fogatas inexplicables en las inmediaciones de canal Valdez, dos sirenas, según Pepe, besándose sobre una roca. Un puma cachorro. Una vez, por fin, vimos al Caleuche.
La nave de los locos y los brujos. Un sitio infernal donde la celebración es eterna. Nadie en el Caleuche puede dejar de brindar por las noches la mal ganada inmortalidad. El sur está lleno de historias de hombres y mujeres tragados por la nada. Muchos se los adjudican al barco fantasmal. En el origen de la leyenda, en el siglo XVIII, el Caleuche fue una goleta inglesa que se perdió en el laberinto de islas. Después de semanas sin encontrar el rumbo correcto que los devolviera al océano o al estrecho de Magallanes, sus marineros murieron de sed y espanto.
Todos los tripulantes del Caleuche llevan una pierna atada a la espalda. El vino blanco que añeja en sus bodegas se sirve sobre el hielo milenario de los glaciares, y los mariscos siempre acaban de llegar a la cocina. No hay descanso, tampoco tristeza en ese extraño lugar.
La ocasión en que más lejos nos atrevimos, en el centro de la Reserva Alacalufe, pasó frente a nosotros. Se hacía tarde y ya nos disponíamos a prender una fogata en una de las costas adyacentes. Era gigantesco. Una nación flotante muy distinta de una goleta de 300 años. En su cubierta principal unas mujeres, metidas en unos trajes ajustados, movían sus cuerpos al ritmo de un funk. Saltaban en una sola pierna.
El tamaño de la máquina me impidió siquiera fotografiar una ventana. Tuvimos que virar el rumbo porque sus hélices comenzaron a provocar peligrosas olas. Para cuando terminamos la maniobra, el Caleuche se había esfumado. Nos quedamos con el pecho agitado y la boca abierta.
-No era el Caleuche, era un crucero, dijo el Pepe.
-¿Por qué estás tan seguro?, le pregunté.
-El Caleuche nos hubiera llevado, respondió y me hundí en furiosos pensamientos. Después tiré mi cámara por la borda.
Maldita suerte.
Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar
   
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