Martes 25 de junio de 2002
 

Extranjeros

 

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

  El prefijo "ex" tiene ecos inquietantes, como el cruce de diagonales de la letra que luce en su dibujo. Proviene del latín, y signa lo que está, estará o estuvo afuera, lo que ya no es, lo que es ajeno, lo que sale de su lugar. Sílaba contagiosa, imprime a las palabras una sensación de alarma, ansiedad, curiosidad seductora o rechazo temeroso. Haga la prueba el lector, y vea el diccionario: expedición, execrable, extinguido, explosión, excremento, exilio, exhausto, excitado, exterior, extraordinario, excelente, extraño, excluido, extravagante, excepcional. Por eso el término "extranjero", sustantivo y adjetivo al mismo tiempo, provoca un sentido de rareza, tentación y peligro, de algo no común y desconocido. Alude a un espacio propio que se invade, a una identidad que subyuga, a un trastrocamiento de lugares cuyos límites quiebra.
El extranjero, el que no es de aquí, el de afuera, resulta paradojalmente una figura universal. La extranjería se genera en lo cultural y, por lo tanto, está históricamente construida. Tiene una evolución, multiplicada en infinitas variantes, que trasciende a todas las épocas y lugares. La familia, el clan, la tribu, mucho antes que las naciones y los imperios, conocían al extranjero violador e intruso, a veces dios temible. En el Antiguo Testamento la voz de Jehová trataba de serenar a los perseguidos judíos, pueblo errante por siglos, asegurando que reconocerán al extranjero porque ellos mismos han sido extranjeros en Egipto. La tradición judeo-cristiana ha sostenido que Adán fue el primer exiliado. Por ello, él y su descendencia son extranjeros en la tierra, porque su patria inicial es el Paraíso. Podría decirse que es el exilio lo que humaniza a Adán.
La filosofía existencialista recoge esa idea: todos somos náufragos, argumenta, arrojados a una vida que no elegimos y que nos tenemos que hacer. El mismo vocablo "existencia" (de latina etimología, ex: fuera, y sistere: colocar) contribuye mucho a esa noción de desamparo: su significado raigal era para los romanos lo parido, salido, descolocado. ¿Cómo no recordar a Freud y su teoría del recién nacido padeciendo la expulsión del vientre materno? Hemos sido, pues, bebés extranjeros, a quien otro extranjero -el padre- con su poder de tercero rescatará de la alienación a la que están condenados si preservan la unicidad de la relación madre-hijo.
La teoría del extranjero como tercero en discordia fue desarrollada en un curioso ensayo del sociólogo alemán Georg Simmel, quien en 1905 sostuvo que el extranjero también desempeña el papel de árbitro y juez en una vecindad que le es ajena y no lo compromete. En la simbología de muchos mitos, leyendas y cuentos folclóricos, el extranjero viene a sustituir al que regía y gobernaba un país o un lugar, y simboliza el destino de cambio imprevisto, de mutación irresistible.
Como construcción de la cultura, la extranjería se manifiesta en formas concretas de normatividad moral y jurídica y en las prácticas de la sociedad. Por eso, su análisis requiere la consideración de sus elementos políticos. Ciudadanía, igualdad, participación, integración se superponen y contraponen con las ideas de exclusión, rechazo y desigualdad, propias de la dialéctica dominante y dominado, unidad y discriminación, amo-esclavo, invasor e invadido.
Siendo un concepto tan rico y complejo, procuremos, como en el bazar oriental, tender en un manto abarcador sus efectos y variantes jurídicas y económicas. Allí las figuras de la extranjería emitirán, en cada caso, sus referencias hacia los sistemas del derecho, reglando relaciones generadas en la construcción de un mundo de estados -naciones soberanas, con sus espacios jurisdiccionales y sustentos territoriales. Y relampaguean en el centro de la manta las formas del dinero -coloridos papeles y plásticos- que serán la metáfora del divino mercado. Siempre imperfecto y nunca totalmente integrado -dada su condición que habilita ganadores y perdedores-, con sus bancos y sus bolsas de vidrio y mármol lustroso, el mercado es consecuente, a la vez, con la desigualdad de los procesos históricos de desarrollo desparejo. De él emergen y en él se concentran los impulsos competitivos y no cooperativos (incluyendo las guerras, que atraviesan todo nuestro pasado y nuestro presente).
Lo problemático de la extranjeridad en tiempos de globalización, por las propias contradicciones siempre emergentes entre lo universal y lo particular, se hace hoy evidente y preocupante. Adquiere una renovada vigencia en los países ricos: Europa y los Estados Unidos se trastornan ante la invasión de extranjeros prófugos de la desesperanza que los agobia en sus lugares de origen. Los imperios tienen, por cierto, responsabilidad y culpa en esa situación. Las políticas restrictivas, las xenofobias y discriminaciones se conjugan con las vehemencias expansivas que, sobre todo en el plano de las comunicaciones y las finanzas, diseñan el fenómeno mundializador.
El mercado, lugar de intercambio, proyectado hacia la globalización, impone sus contrarios: proteccionismo y defensa, competencia y conflicto, y en el orden internacional se implica en la idea de extranjeridad de capitales e inversores. Pues la noción de extranjeridad no se limita a los individuos y las personas, sino que infecta las cosas y los conocimientos y la propiedad de sus productos. Su superficie integradora oculta en la realidad un despliegue de polaridades. Por lo cual la extranjería está enlazada a las concepciones de libertad, de autonomía, de emancipación y autodeterminación, tanto como de dominio, iniquidad y sometimiento.
Las migraciones contemporáneas han impuesto, en efecto, nuevos interrogantes y respuestas en el orden de las relaciones internacionales. Tienen sus antecedentes en prejuicios raciales y religiosos, en los criterios de diferencia, de género, de conciencia social, de particularidad y heterogeneidad cultural; en las formaciones institucionales surgidas del descubrimiento y el encuentro, de lo imperial y lo nacional. El foráneo, insistamos, ha sido siempre un intruso, que tomó las figuras de dominador o liberador.
Por ello, la noción de extranjero es ambigua, según se desprenda del que recibe o del que rechaza, del que domina y conquista, y de quien es dominado y conquistado, del que desea integrarse y del que no tiene otro recurso para sobrevivir que hacerlo. En fin, se trata de actos y procesos de sostenimiento del poder y del apoderamiento y, consecuentemente, de la armonía y el conflicto, tanto en lo individual como en lo colectivo, porque las figuras del extranjero contemplan ambas dimensiones.
Todos los países son producto de inmigraciones invasoras guerreras o pacíficas, y todos han sido alguna vez emigrantes. La Argentina es un país de inmigraciones relativamente nuevas y de flamantes emigrantes. Su conciencia nacional es aún difusa. Desde la Constitución de 1853, nuestros gobiernos se mostraron abiertos y generosos con los que querían habitar suelo argentino, pero esa posición fundacional no fue constante. Más bien se mostró en zigzagueo según los poderes e intereses dominantes. Pasando por la ley de Residencia, que expulsaba al extranjero por sus ideas en los tiempos en que venía gente de todos lados del mundo, y concluyendo con la frondosa, ambigua y contradictoria legislación actual.
Hacer la historia de la Argentina -como ocurre con todas las de origen colonial- es también relatar sus aventuras y desventuras con lo extranjero, y sus empeños emancipadores balanceados con equivalentes períodos de hospitalidad ventajosa o resignación ante el extranjero poderoso. En un mundo comercializante, en el que todas las cosas, los hombres y aun las ideas se compran y se venden por los precios de un mercado ajeno, la Argentina ha quedado presa de su inoperancia económica y hoy por hoy es un país que no puede pagar la deuda que tiene con los extranjeros, sea ésta justa para el acreedor o ilegítima para el deudor. Dependiente del préstamo de afuera, quedó subsumida en el mundo de los débitos y los créditos. Lo notable es que esta situación se da en un escenario -que sigue siendo inter-nacional y trasnacional- en el que la globalización registra simultáneamente el protagonismo, como nunca antes, de las difíciles relaciones exteriores, sostenidas por la lucha competitiva. Un escenario opaco, en el que la figura del extranjero dilata su impacto atomizador. Hoy somos todos extranjeros, unos contra otros, aliados con el otro para defendernos o aniquilar al otro, con los precios, las acreencias o las deudas, y llegado el caso con las armas más letales que ha conocido la humanidad. Y, más escandaloso todavía: desconociendo que es la alteridad lo que funda nuestra condición de hablantes, nos sentimos extranjeros entre nosotros mismos.
     
     
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