Lunes 24 de junio de 2002
 

La utopía patagónica

 

Por Julio Rajneri

  El gobernador neuquino Sobisch debe estar asombrado por la repercusión que ha logrado con su iniciativa de unificar algunas o todas las provincias patagónicas en una sola. Que la propuesta tuviera impacto regional era previsible, no tanto que atrajera en forma tan destacada los titulares de los medios nacionales y era impensable que diarios tan influyentes como el Wall Street Journal le dedicara un espacio de análisis a nivel latinoamericano.
La idea tiene atractivos indudables, una evidente y por cierto saludable dosis de utopía y es creativa en momentos en que el país, abrumado por la crisis, aparece vacío de iniciativas y gobernado por personas que no se destacan, por cierto, por su imaginación. De manera que en medio de un paisaje tan yermo, no es sorprendente que esta iniciativa sea llamativamente contrastante, al margen de sus méritos intrínsecos.
La Patagonia fue inicialmente un territorio "virtual" que se extendía desde el río Colorado hasta el río Santa Cruz, creado por una ley de 1865 que denominó Magallanes al resto del territorio. La incorporación efectiva se hizo en 1878, después de la Expedición al Desierto y la creación de un solo distrito como territorio nacional, con un "status" similar al que ostentó Alaska en los Estados Unidos hasta su incorporación como 49° Estado de la unión, con menor población, mayor superficie y la misma desmesura física que nuestra Siberia sudamericana.
En 1884, con la ley 1.532, la región fue desmembrada en las cinco jurisdicciones que hoy conforman las actuales provincias y sus límites se fijaron cuando sus inmensas soledades por donde vagaban algunas tribus nómades, tenían unos pocos asentamientos costeros y algún fuerte militar que eran como pequeños puntos en el espacio infinito, de manera que los cartógrafos hicieron su trabajo basados en límites naturales, cuando existían, o simplemente eligiendo paralelos de modo tal que salieran superficies más o menos equivalentes.
La evolución demográfica y económica fue creando realidades que no tomaron en cuenta aquellas arbitrarias líneas en el mapa. Hoy, para citar el caso más evidente, Río Negro y Neuquén tienen cerca del 70% de su población en una franja de cincuenta kilómetros a uno y otro lado de los ríos y lagos que las separan, como consecuencia de que la economía que las sustentan, la agricultura intensiva, el turismo, los hidrocarburos y las represas generadoras de energía, está en una alta proporción, cuando no en su totalidad, en esa franja.
En su conjunto la región, en su conformación primigenia, tiene una formidable batería de recursos naturales. Es sin duda una de las más bellas regiones del planeta, con un potencial turístico inconmensurable y un nombre, Patagonia, de reminiscencias casi mágicas.
Tiene la mayor parte de las reservas de petróleo y gas natural del país. Sus represas proveen una parte sustancial de la energía eléctrica renovable y limpia que consumen los argentinos y tiene más de dos tercios del litoral marítimo. Sería el Estado más extenso, con una población que sólo cedería en magnitud ante los cuatro distritos principales del país y con un PBI por habitante superior a cualquier otra jurisdicción, salvo la ciudad de Buenos Aires.
Sin duda que integrarlo como una provincia argentina o fusionar en dos o a lo sumo tres jurisdicciones su territorio, tiene un innegable magnetismo, capaz de generar una utopía realizable que puede movilizar muchas voluntades. Al menos en teoría, la unificación de sus instituciones debería significar un ahorro importante del gasto público. Muchos de sus ciudadanos están convencidos de que adquiriría una dimensión geopolítica diferente aumentando su poder de negociación con la nación y permitiendo, en consecuencia, una mejor defensa del valor de sus recursos naturales. Al menos, razonan, debería mejorar la calidad de su clase dirigente, al permitir su reclutamiento en una población considerablemente superior.
Pero admitir como válidas aquellas tentadoras posibilidades, no significa necesariamente que estén al alcance de las manos. Al fin y al cabo no es la primera vez que propuestas interesantes y promisorias se convierten cuando se ejecutan en chatarra inservible, porque las torpezas al intentar concretarlas las desnaturalizan al punto de hacerlas irreconocibles.
Las administraciones de las provincias patagónicas han sido, por lo general, catastróficas. Los peores vicios tradicionales de la política criolla se han incorporado automáticamente a las nuevas provincias, de modo que el clientelismo, la irresponsabilidad en la administración de los recursos, el endeudamiento y la corrupción han convertido a algunos de ellos en ingobernables y conducido a la virtual desaparición del Estado en muchas áreas vitales, no obstante tener los recursos presupuestarios comparativamente más altos del país.
De manera que el nuevo Estado se conformaría con la unión de aquellos que, salvo excepciones, han fracasado en conformar servicios mínimamente eficaces, contraído deudas públicas monstruosas y utilizado los recursos para alimentar burocracias inútiles ligadas a los aparatos políticos en lugar de invertirlos para estimular el crecimiento de la economía y el desarrollo capitalista. Nada de lo ocurrido se debe a factores exógenos, sino a la paupérrima calidad de la clase política existente y no hay razón para suponer que la suma de ellos conduzca a resultados diferentes.
Sería entonces prudente considerar como una alternativa nada improbable, que por las mismas razones que impulsa a los gobiernos a actuar como lo están haciendo, la economía en el gasto improductivo se evapore y los actuales aparatos burocráticos se las arreglen para sortear toda racionalización, aunque conduzca a grotescas sobrevidas de entidades desactivadas y con el riesgo adicional de que bajo la creencia en una supuesta mayor disponibilidad de recursos y la excusa de afrontar nuevas responsabilidades burocráticas, se asista a una expansión del empleo y un explosivo crecimiento de la deuda pública.
Pero aun descartando las hipótesis menos optimistas, el costo de implementar una medida de esta magnitud supera los recursos que la región podría disponer para su puesta en marcha y por otro lado las resistencias a vencer de distinta naturaleza, aunque hasta el momento permanezcan bajo la superficie, han de ser poderosas y en algunos casos apasionadamente conflictivas.
El primero y más evidente obstáculo del proyecto se planteará cuando tenga que resolverse cuál será la sede del gobierno y en consecuencia qué capitales perderán ese privilegio. Las ciudades que actualmente ostentan esa función, tienen un sector privado escasamente desarrollado y dependen del empleo público como casi exclusiva fuente de ingresos. Sin los miles de empleos que provee la administración provincial y el derrame que se produce luego en los servicios y el comercio, Viedma reduciría su población en unos cuantos miles de habitantes y, aunque aparentemente Neuquén goza de una envidiable prosperidad, privado de los sueldos estatales, quedaría en pocos años del tamaño de una ciudad mediana del Valle.
Una jibarización de esta naturaleza, similar, aunque incomparablemente mayor a la que provocó en Turín la unidad italiana que trasladó la capital a Roma, sería impensable y políticamente inviable. Solamente con la improbable ayuda del quebrado gobierno nacional y tal vez la de las entidades financieras internacionales que podrían acoger con algún interés una iniciativa de esta naturaleza, se podrá evitar que la integración terminara rápidamente en fracaso.
Un nuevo Estado debería representar, además, mucho más que una superficie y una población conjunta, para no repetir en escala mayor los lamentables resultados de sus componentes. Es posible que algo pueda hacerse por la vía de una nueva Constitución y nuevas leyes, si sus políticos reflejaran el deseo de no repetir los errores del pasado, pero ello requeriría decisiones de tal audacia y envergadura que es difícil concebir que sean aceptadas por la propia clase política que motorizó la calamidad actual y que supuestamente serían los artífices de la nueva propuesta.
En el mundo moderno no hay, por otra parte, muchas experiencias exitosas de unificaciones espontáneas. En su mayoría requirió el uso de la fuerza, aun cuando fuera intensamente deseada por la población, como en el caso de Italia que logró su ansiada unidad pero por cierto que a caballo de las bayonetas garibaldinas.
El anschluss que incorporó Austria al Tercer Reich se hizo en una combinación de activistas nazis que desestabilizaron internamente al gobierno de Dollfus y la descarada presión de varias unidades de la Wehrmacht en las fronteras entre ambos países. La misma fórmula explosiva que sirvió para expandir las antiguas fronteras rusas hasta las que conformaron el nuevo imperio soviético.
Los Estados Unidos combinaron en dosis homeopáticas las transacciones comerciales con las conquistas militares, para engrandecer su espacio desde los originales trece estados confederados del este hasta su configuración actual. Le compraron la Luisiana a Napoleón y Alaska a los rusos, pero no vacilaron en usar la fuerza para derrotar al endeble ejército mexicano y conseguir la secesión para incorporar Texas y California a su territorio, en su incesante expansión hacia el oeste.
La reciente unidad alemana, que fue definida como un casamiento por amor y no por interés, aludiendo a las asimetrías entre las economías de las dos Alemanias, comenzó con una pacífica anexión monetaria y se consolidó fácilmente porque nunca dejó de considerarse un país, separado artificialmente por la ocupación militar.
Por eso tal vez la experiencia más exitosa sea la comunidad europea, que no ha eliminado las antiguas fronteras, pero las está reduciendo paulatinamente en pos de una concepción geopolítica abarcativa que en muchos aspectos de su política exterior y en la economía funciona ya como una entidad nacional.
La enseñanza que se recoge en este caso es que la unidad se ha logrado paso a paso, intentando resolver los problemas gradualmente y consolidando cada avance de un preciso cronograma previo que ha anticipado el rumbo a seguir y permitido a sus componentes adoptar las medidas preventivas adecuadas. Y que requiere una convicción profunda y arraigada, una verdadera utopía movilizadora para superar cambios de gobierno y desafíos permanentes.
Hasta ahora, alentado por el éxito publicitario de esta carta de intención firmada por los dos mandatarios, es de suponer que el proyecto patagónico seguirá progresando y que esta euforia se prolongará hasta la realización de un plebiscito probablemente exitoso, meta alcanzable ya que ofrece escasas dificultades y permite prolongar la puesta en la vitrina de sus protagonistas sin mayores obstáculos.
Pero cuando se entre en el terreno de concretar en los hechos la fusión y haya que lidiar con las presiones, muchas de ellas legítimas, que obstaculizarán cualquier avance, se podrá saber si se trata de un proyecto asumido por estadistas capaces de enfrentar las dificultades y resolverlas adecuadamente o, simplemente, de una burbuja publicitaria de políticos ansiosos de notoriedad que seguirán disfrutando del proyecto mientras les dé dividendos propagandísticos, hasta el momento en que las primeras dificultades los impulsen a abandonar rápidamente el campo de batalla y enviar la propuesta al desván de las cosas olvidadas.
     
     
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