Sábado 15 de junio de 2002
 

Hombres, arañas y telarañas

 

Por Héctor Ciapuscio

  Hubo avisos y carteles infinitos sobre "El hombre araña". Sufrimos un bombardeo de publicidad y marketing de nuevo tipo. Resultó una película para chicos que los grandes fuimos también a ver con ilusión infantil pero nos dejó sintiendo que ya no somos niños y que estas historietas con tecnologías de "efectos especiales" son un espejo forzado de "aquella" imaginación. Tuvo, sin embargo, la virtud de hacernos pensar en esas viejas amigas de techos y rincones, las arañas.
Es muy curioso el interés que han despertado siempre en los hombres. Borges se lamentaba del extraño entretenimiento de Spinoza, su amable filósofo, de jugar con arañas haciéndolas pelearse entre ellas. Pero el interés ha estado sobre todo en lo que saben fabricar tan maravillosamente, sus sedas. A Manuel Puig le sugirieron artilugios femeninos y escribió "El beso de la mujer araña". A Plutarco le recordaba lo que hacen los oligarcas y los banqueros, algo de actualidad entre nosotros. Citaba a un griego que dejó otra versión de la ley del embudo: las leyes escritas, decía, son como telarañas, cazarán seguramente al débil y al pobre, pero serán hechas girones por el rico y el poderoso. Burlándose de las pretensiones de los científicos de la Royal Society, un capítulo del "Gulliver" de Jonathan Swift refería que el héroe, de visita en la Academia de Lagado, escuchó a un investigador que se quejaba del error del mundo de emplear gusanos de seda cuando tenemos insectos domésticos muy superiores, las arañas, que saben tejer, además de hilar. El subsidio para su proyecto daría todavía un resultado más remunerativo: experimentaba alimentarlas con moscas de bellos colores y así las telas resultantes no requerirían caras anilinas.
Esto remite al aspecto económico. Hubo en el siglo XVIII en Francia un emprendedor llamado Bon de Saint-Hillaire que vio en las arañas un recurso natural aprovechable y listo para cosechas. La delicadeza de sus telas las hacía ideales para medias y gorros de dormir. La empresa sería de bajísima inversión: sólo unos pocos miles de arañas y un stock de moscas para alimentarlas. Las puso en grupos de cien con la apropiada ración de moscas. Luego, suponiendo que su presencia les inhibiría el apetito, dejó a las obreras en su trabajo de tejedoras. De vuelta días después, descubrió que las arañas habían resuelto su problema de apretujamiento con una práctica común en la especie, comerse unas a otras. Frustrado, dejó el negocio. Pero hay que decir que en nuestro tiempo el interés económico por las arañas y su producto no ha desaparecido; al contrario, parece haberse potenciado. La revista "The Sciences" trajo hace un tiempo una nota acerca de la investigación de biotecnólogos sobre su seda, un material "más suave que el algodón y más resistente que el acero", que procuran sintetizar. Podrá servir como vestimenta de protección y hasta para chalecos antibalas. Es, además, flexible a temperaturas bajo cero y por lo tanto ideal para cuerdas de paracaídas. Hasta la proyectan para fabricar tendones sintéticos, suturas no alergénicas, implantes y piel artificial. Se ha recordado que los griegos utilizaban telarañas para compresas antihemorrágicas desde que contienen anticuerpos que previenen infecciones. No sólo ellos, muchísimos pueblos antiguos lo hicieron. Y, modernamente, los finísimos hilos de seda de estos laboriosos insectos de ocho patas fueron utilizados en aplicaciones ópticas para telescopios, microscopios y mira de bombarderos.
Si hablamos, finalmente, de biología, tenemos dos grandes científicos que se ocuparon del mecanismo de sobrevivencia de algunos arácnidos. En una punta tenemos a Charles Darwin. Viajando en el HMS "Beagle" por las costas sudamericanas, observó una técnica de ellas que les permitía escapar de donde ya había demasiadas y aterrizar donde abundaba el alimento. La llamó "balooning" (de "baloon", globo), esto es algo así como "globeando", echar al aire una telita y dejarse ir con la brisa, a veces hasta largas distancias. En la otra punta, podemos citar al gran Edward Wilson de Harvard, el entusiasta de la biodiversidad y la "biofilia". Cuenta al comienzo de su "The Diversity of Life", una linda historia referida a la famosa erupción del 27 de agosto de 1883 en la isla volcánica de Krakatoa que mató a treinta mil personas en la vecina Java. Destruyó totalmente todo signo de vida en la isla. La primera expedición llegó a ella a nueve meses después de la catástrofe y el naturalista francés a cargo, buscando algún signo de vida, sólo halló una arañita microscópica. "Sólo una; y esta extraña pionera de la renovación estaba ocupada tejiendo su tela. ¡Para atrapar qué, nadie podría imaginarlo! "...Wilson, por su parte, explica ahora que esa infatigable criatura sin alas se había atrevido a invadir la isla estéril por "balooning" como las de Darwin, mecida por el viento. Y su incursión fue, al final, la vanguardia de una miscelánea invasión -una lluvia de plancton, bacterias, hongos, esporas, semillas, insectos, otras arañas, otras criaturas. Así empezó en todas direcciones la colonización de la isla estéril. Grandes lagartijas y cangrejos le trajo el mar y pronto su cielo se fue poblando de aves antes allí no vistas. Pero el cuento no termina con lo de la isla del volcán. En procura de un laboratorio natural apropiado para sus estudios de biodiversidad e inspirado por aquel episodio, Wilson realizó un gran experimento. Logró la esterilización de una minúscula islita próxima a su casa en los cayos de Florida y pudo estudiar después el mismo proceso de recolonización biológica que se había operado en Krakatoa un siglo atrás y fundar con datos su propio estudio sobre equilibrio de las especies.
Como se ve, estas criaturas ingeniosas son útiles para muchas cosas de los hombres además de historietas infantiles y películas taquilleras.
     
     
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